El secreto
Caminaba por el campus, con pocas ganas de ir al aeropuerto. Lo bueno de tener una familia podridamente rica, es que no tenía que pasar largas colas esperando a embarcar, y en un día como hoy eso estaba garantizado.
Día de acción de gracias, para mí no era especialmente agradable celebrar ese día, y mucho menos con la familia. Para mí no era más que una farsa. Todos fingíamos ser perfectos para mantener al abuelo contento, porque ese viejo era el que tenía el dinero, y lo aferraba con mano de acero, para que ninguno de sus herederos se saliera del camino que había marcado para él.
Todo lo que tenían mis padres, mis tías y primos, era lo que el viejo estaba dispuesto a darles. Y ellos hacían lo que él quisiera, porque eran demasiado dependientes como para mandarle de paseo y hacer lo que les diese la gana. ¿Quién renunciaría a una vida de lujos y comodidades sin dar un palo al agua? Ningún niño rico lo haría. Y yo no estaba haciendo nada tampoco para cambiarlo.
Pero lo haría. Tenía un plan, solo necesitaba tiempo para llevarlo a cabo. Tiempo y suerte, porque el viejo ya empezaba a desconfiar, y trataba de afianzar las ataduras con las que me mantenía bajo su yugo. Resistirse es complicado, pero algún día daría un paso al frente y conseguiría ser feliz.
Pero Erik había llegado demasiado pronto para hacerme flaquear. ¿cómo le dices a tu compañero de habitación, con el que compartes el gran secreto de tu orientación sexual, que no puedes ser la misma persona de puertas hacia afuera?
Mis padres conocían mi orientación sexual, les había tratado de decir incontables veces lo que sucedía, pero ellos hacían oídos sordos a mis palabras, y a todas las señales que les lanzaba. Para ellos, yo era el hijo perfecto; atractivo, estudioso, y con un futuro prometedor como arquitecto, y eso lo era, pero en su imagen ideal no encajaba un hijo gay, no con la estricta educación que trataba de inculcarnos a todos el abuelo Jasper.
Si yo daba un paso adelante, si revelaba a todos que era gay, no solo yo perdería mi cuantiosa asignación, mis privilegios, la protección de mi apellido, sino que lo harían mis padres, mis hermanas. Yo cargaba con la responsabilidad de no destrozar sus vidas.
Por eso no podía gritar a los cuatro vientos que era gay, que estaba enamorado de un futuro abogado, y que nunca cumpliría con los planes del abuelo de tener una familia, hijos con los que perpetuar su apellido. Eso era lo único que le importaba, las apariencias y el legado, su legado.
Y por eso no tenía muchas ganas de tomar ese avión privado y volar a Los Ángeles para celebrar la cena de acción de gracias con la familia, toda la familia, en la gran mansión de Santa Mónica de Jasper Kingsdale.
El campus estaba casi vacío, apenas quedaban estudiantes rezagados que vivían cerca, o que por su condición de extranjeros no celebrarían tan importante fecha para los estadounidenses.
Me llamó la atención una cafetería, que a pesar de la falta de clientes, todavía seguía abierta. Miré la hora, todavía era pronto, podía permitirme tomarme tranquilamente un café, quizás con algo sólido para aguantar hasta la hora de la cena. El protocolo requería ir arreglado y aguantar sin picotear hasta que todos estuviésemos reunidos, y como siempre, el último en llegar era el viejo. Le gustaba hacer sus entradas triunfales.
Nada más atravesar la puerta advertí que solo había dos clientes y la camarera. Por lo que escuché, la pareja hablaba en un dialecto raro, seguro que eran estudiantes extranjeros. Tampoco quería estar solo, así que me acerqué a la barra y me senté en un taburete.
—Buenas tardes. ¿Qué desea tomar? —preguntó la chica con corrección.
—Un café con leche y un bollo de esos. —Señalé con el dedo lo que quería.
Mientras esperaba a que me sirviera mi pedido, me dediqué a observar a mi alrededor. La verdad, no había gran cosa que llamase mi atención, salvo ella. Era bonita, pero parecía triste. Cuando depositó el bollo frente a mí noté cierto enrojecimiento en su nariz, pero no fue hasta que me sirvió el café que noté que sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Estás bien? —pregunté. Ser alguien que también sufre me hace sentir cierta empatía con los que lo están pasando mal también.
—Sí. —respondió secamente, pero los dos sabíamos que no era verdad.
No quise incordiarla más, estaba claro que no quería que me entrometiera en sus problemas, y yo no era de los que presionaba a los demás, ya tenía suficiente con ser el que aguantaba la presión de otros.
Me dediqué a hundir mi bollo en el café, y meterlo chorreando en mi boca. Ese pequeño gesto de rebeldía era todo lo que podía permitirme, pues no podría hacer algo parecido cuando llegase a casa. Refinamiento, elegancia… Nada de gestos mundanos como mojar un bollo en el café.
Escuché una especie de sollozo. Alcé la cabeza para encontrar a la chica de espaldas a mí, tratando de contener el temblor de sus hombros.
—No estás bien. —dije para que me oyera. Ella se giró tímidamente, evitando que nuestras miradas se cruzaran.
—Perdóneme. —Se retiró las lágrimas con una servilleta de papel.
—No tengo nada que perdonarte. Si necesitas llorar, hazlo, no soy nadie para juzgarte. Y si necesitas contarle tus problemas a alguien, soy un buen oyente. —Sus ojos se abrieron sorprendidos.
—¿De verdad quieres que te cuente lo que me pasa? —preguntó recelosa.
—Contárselo a alguien puede que te venga bien. Y si te preocupa que lo vaya contando por ahí, no tienes por qué hacerlo, no pienso decir nada. A fin de cuentas, no nos conocemos, y probablemente no volveremos a cruzarnos de nuevo por aquí, el campus es muy grande.
—No sé. —dudó. Su mirada se dirigió hacia la entrada del local, donde la puerta sonó al abrirse. Miré a mi costado, para advertir que ahora estábamos solos.
—Te invito a un chocolate caliente. Y si me traes otro bollo, podemos sentarnos ahí y charlar un rato. —sugerí.
—¿De verdad?
—Dicen que el chocolate es lo mejor para aliviar las penas. —argumenté.
—Está bien. —Ella esbozó una pequeña sonrisa, al tiempo que su postura pareció tomar algo de fuerza.
Nos sentamos en una mesa, desde la que ella podía ver si alguien entraba en el local, y ponerse en pie rápidamente para ocupar su puesto tras la barra.
—Maya. —Se presentó.
—Daniel, pero puedes llamarme Dany.
—Gracias, Dany.
—¿Por el chocolate?
—Por escucharme.
—El mundo sería mejor si la gente escuchase los problemas de los demás.
—¿No sería de esa manera si les ayudasen a solucionarlos?
—Si fuera así, entonces el mundo sería perfecto. —Conseguí sacarle una sonrisa.
—Sí, sería perfecto. —convino conmigo.
—¿Y cuál es tu problema? —pregunté. Ella respiró profundamente y después soltó el aire con brusquedad antes de contestar.
—Estoy embarazada. —Su respuesta me sorprendió.
—Sí que es un problema, porque imagino que no pretendías estarlo. —Sus lágrimas indicaban que la noticia no la tenía contenta.
—No.
—¿Y el padre del bebé te da problemas? —Solo bastaba con una de las dos partes implicadas para convertir la experiencia en un infierno.
—Él solo fue una noche salvaje en una fiesta de universidad, apenas recuerdo su nombre. Estoy sola en esto. —Ese sí que era un gran problema.
—¿Y tu familia? —Una convulsión, parecida a una risa irónica reprimida, sonó en su garganta.
—Mi encantador padre ha dicho que es mi problema, y que no regrese a casa.
—Un encanto, sí. Pero piensa en el lado positivo, tampoco tendrás que aguantar sus constantes ataques por haberle decepcionado. —Al menos era la peor parte en mi caso, tener que aguantar las hirientes puyas de mi padre. Para él era una decepción.
—Eso lo dice alguien que no tiene que preocuparse por pagar las facturas. Cuando mi tripa me impida trabajar, ¿cómo podré seguir trabajando? No tendré medios para sostenerme a mí, y mucho menos a un bebé. —Sus dedos apretaron con fuerza su taza, mientras las lágrimas corrían nuevamente por sus mejillas.
—Siempre puedes darlo en adopción. —Sus labios se fruncieron al escuchar eso.
—Tendré que hacerlo, aunque después viva con la sensación de que me han arrancado una parte de mí. —No quise decirle que había otra alternativa; el aborto. Pero también sería algo traumático para ella, estaba seguro. Además, requería de un gasto económico que quizás no podía asumir. Si pudiese ayudarla, yo tenía el dinero que ella necesitaba para continuar con su vida, yo podía… Una loca idea surgió en mi cabeza.
—Yo puedo ayudarte con tu problema, pero la forma puede que te resulte extraña. —Mis palabras le hicieron fruncir el ceño.
—¿Qué forma? —Maya parecía dispuesta a aceptar cualquier alternativa, por desesperada y loca que pareciese.
—Soy gay, pero mi familia es demasiado conservadora como para aceptarlo. Si me presento en casa con una chica a la que he dejado embaraza, no solo aliviaré sus temores, sino que me vestiré con una capa de perfecta normalidad que ellos saben que no tengo, y que me hará aceptable para la sociedad con la que se relacionan.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo? —No había dicho la palabra matrimonio, pero esa era la guinda esperada para aquel pastel.
—En mi familia las apariencias lo son todo, así que ese bebé tendrá que venir al mundo en el seno de una pareja bendecida por la iglesia.
—Pero no me conoces, no puedes proponerle algo así a una chica con la que llevas unos minutos hablando. —Era el momento de lanzarme de cabeza a esa locura. Si la convencía, sus problemas, y los míos, se solucionarían, o al menos la mayor parte de ellos.
—Piénsalo bien. Siendo mi esposa no tendrás que preocuparte por las facturas, incluso tendrás una vida de lujos y privilegios. Tu bebé tendrá de todo lo que necesite; médicos, colegios… No tendrás que acostarte conmigo. Y cuando te canses o encuentres a una persona de la que te enamores, siempre podemos divorciarnos. No sería la primera vez que una pareja obligada a casarse precipitadamente por un embarazo no buscado acaba rompiéndose. —Para mí, un divorcio era más aceptable que una vida de ‘extraña’ soltería.
—¿Crees… crees que funcionaría? —Como supuse, estaba realmente desesperada y aceptaría cualquier salida.
—Si eres capaz de soportar algunos comentarios sobre tu poco aceptable gestión de tu sexualidad, el resto será fácil. —Maya se mordió el labio inferior mientras lo pensaba.
—Trato hecho. —Me tendió su mano sobre la mesa para que cerrásemos nuestro acuerdo. Había algunos flecos que pulir, pero la parte más difícil ya estaba hecha.
—¿A qué hora terminas tu turno? —Maya revisó el vacío establecimiento.
—Puede que hoy cierre antes.
—Bien. —cogí mi teléfono y marqué el número de mi madre. —Madre, seremos uno más a cenar. —No esperé a escuchar su protesta. Podía escupir sapos y culebras por su boca por el poco tiempo para adaptarse al cambio, pero ella enseguida vería los beneficios.
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