Leo
El restaurante era pequeño, como un negocio familiar. Se notaba que los dueños habían tratado de traer un poco de Rusia a Las Vegas, pero nunca he estado allí, así que no sé si realmente lo habían conseguido. Al menos la comida estaba buena y parecía auténtica, nada de esos inventos que se adaptan a los gustos de los americanos y que no se encuentran realmente en el país de origen. Y para aquellos que no me entienden lo diré en tres palabras ‘Pizza de piña’. En Italia jamás crearon esa combinación, ni se atreverían a llamarla pizza.
Me resultó curioso que Jade saludase amigablemente a la persona tras el mostrador, y mucho más que lo hicieran en ruso, o eso supuse.
—¿Hablas ruso? —pregunté sorprendido.
—Mi padre nos enseñó a todos sus hijos. Habría sido una pena haber perdido su lengua materna.
—¿Tú padre vivió en Rusia? —Casi me dio miedo preguntar, pero lo hice. ¿Qué estúpido no vería claro la relación de su apellido? Sokolov, completamente ruso.
—Emigró a Estados Unidos ya siendo adulto.
—Vaya, debió ser un cambio muy grande. —Para los niños es más fácil, porque todavía están en su fase de aprendizaje. Pero un adulto, es como caer en un mundo diferente y no solo por el idioma, están las costumbres, la comida, la gente que te mira como un intruso…
—Lo fue, pero nuestra familia americana lo ayudó mucho. Le encontró trabajo, le ayudó con el papeleo, y no solo a él, también a mi tía. —Ahora entendía por qué estaban tan unidos a su familia americana.
La comida llegó en ese momento a nuestra mesa, interrumpiendo mi interrogatorio. Lo siento, pero cuando algo me interesa no puedo dejar de preguntar. Y hablando de preguntas, me moría por saber qué era lo que le pasaba con Hugo, pero no podía meterme en un terreno tan personal. Ella parecía una persona afable y abierta, pero no podía olvidar que la acababa de conocer como quién dice. Ese tipo de cosas uno solo se las confiesa a un amigo, no a un casi desconocido.
—Hazlo. —Alcé la vista hacia ella cuando me dijo aquella palabra.
—¿El qué? —pregunté desconcertado.
—Tienes una pregunta rondándote la cabeza, pero no te atreves a hacerla. —¿Cómo se había dado cuenta?
—No creo que sea prudente hacerlo. —confesé.
—Ahora lo has empeorado, has picado mi curiosidad. ¿De qué se trata?
—No creo …—No quería estropear lo que parecía una buena amistad.
—Te he dado permiso, así que asumiré las consecuencias de ello. Así que pregunta. —Tomé aire antes de lanzar la pregunta que me rondaba desde el primer día, esa que nadie en el hospital parecía saber la respuesta.
—¿Que ocurrió entre Di Angello y tú? Y lo pregunto porque los dos parecéis unas personas muy agradables, y no me encaja el que os llevéis tan mal. —Apreté el trasero mientras esperaba su reacción y sobre todo su respuesta.
—Sí, bueno. Hay algunos que son demasiado ‘sociables’ para mi gusto.
—Lo siento no…—en ese momento entendí—Trató de ligar contigo. —No era una pregunta.
—Si llevas bragas intentará meterse dentro, no le importa si ese huerto ya lo riega otra persona. —Eso aclaraba mucho.
—Eso ocurrió contigo. —deduje.
—Hugo es un seductor nato, le gustan demasiado las mujeres. Y no es de los que se compromete, solo le interesa un polvo y después pasa al siguiente desafío. —¿Quería decir lo que yo había entendido? ¿Que ella y Hugo…?
—Las relaciones serias no están en sus planes, lo entiendo.
—Trató de encandilar a mi amiga, pero yo le vi venir enseguida. —¿Entonces ella no fue seducida?
—La salvaste.
—No, mi hermano le sedujo con el proyecto de la piel artificial. El único momento en que su cabeza pequeña no tiene el control—se señaló a la ingle, algo que entendí—, es cuando la cabeza grande interviene. —Y ahí se señaló la sien. Vale, la cabeza pequeña era el pene, y el cerebro sólo se imponía cuando había algo que podía catapultarle laboralmente. El trabajo por encima del placer. Era una buena directriz, aunque no de la manera que lo hacía Hugo. Seducir a muchas mujeres en tu puesto de trabajo al final acababa trayendo problemas. Lo sé porque lo he visto.
—No todos los hombres somos así, pero eso ya lo sabes.
—Mi hermano es el mejor ejemplo de ello. —dijo para ratificarlo. Me extrañó que no dijese ‘mi marido’.
—Y tu marido, supongo.
—No estoy casada. —Sus palabras golpearon mi cabeza, pero reaccioné rápido.
—Yo creí… Por tu apellido, ya sabes. —Ella sonrió como si le quitase importancia.
—Oh, mi hermano tomó el apellido de mi cuñada. Quería que sus hijos llevasen el apellido Vasiliev. —Algo poco común, he de reconocerlo. Pero factible. Suspiré aliviado, porque eso quería decir que mi duende estaba libre.
—¿Novio tampoco? —Tenía que asegurarme.
—No. —dijo riendo. —¿No estarás pensando en seducirme? —Le imprimió un tono de advertencia en su voz.
—Acabo de salir de una relación complicada. No tengo el cuerpo para arriesgarme de nuevo, al menos tan pronto. Tan solo no quiero que un desconocido me golpee por la calle porque piensa que paso demasiado tiempo con su novia. —Ella soltó una carcajada.
—¡Ja! No, eso no va a ocurrir.
—Muy bien, entonces solo debo preocuparme de tu hermano. —Ella volvió a reír, dejando en el aire ese sonido tan musical que me estaba gustando escuchar cada vez más.
—Has dicho que no vas a tratar de seducirme. —me recordó.
—No, he dicho que no lo haré tan pronto. Pero no he dicho nada de que me desagrade la idea. —reconocí.
—¡Eh! —dijo en tono de advertencia.
—Sería un tono si no lo intentase, eres una mujer impresionante. —Sonreí como si mis palabras fuesen solo una broma, aunque no lo eran.
—No soy tan espectacular. —dijo quitándole importancia. Pero ella lo era, no solo por sus increíbles ojos verdes, por su sonrisa cautivadora. Ella era… era… ¿Existiría una palabra que la hiciese justicia?
—Hablas ruso. —dije como si eso fuera lo más importante. En serio, ¿qué hombre no apreciaría que su chica hablase un idioma exótico? Quiero decir que hoy en día lo normal es hablar inglés, francés, español o chino. Son las lenguas más habladas o internacionalizadas del planeta.
—Oh, y español. —abrí los ojos sorprendidos.
—¿Español?
—Mi madre es latina. —Esa sí que era una mezcla particularmente explosiva. Con razón ella tenía un aspecto tan exótico para mis experimentados ojos. Todo en ella era particularmente extraordinario, poco común.
—Vaya, eres un cúmulo de sorpresas. —Provoqué otra carcajada con mi comentario.
—Esa soy yo. Pero ahora te toca a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Que ahora te toca hablar de ti, señor enigmático.
—¿Enigmático? —pregunté confundido.
—Eres el nuevo, nadie sabe de ti. Así que ya estás contándomelo todo. —Su juvenil comentario me hizo sonreír.
—No hay mucho que contar, pero…
Le hablé sobre mis estudios, mis trabajos, mis viajes con Médicos Sin Fronteras. Sobre el despacho de arquitectura de mis padres en Los Ángeles y el que tenían en San Francisco con un socio. De que mi madre se encargaba de la decoración interior de los edificios que creaba mi padre… Pero no nombré al resto de mi familia. Esa parte oscura no quería mostrársela, porque sabía lo que ocurría después de que la gente se enterase de quienes eran. Descubrir que tu familia podría comprar un pequeño país con su inmensa fortuna, hacía que las personas me vieran con otros ojos, y no quería que pasase precisamente eso con ella. Quería conquistar a Jade, y lo quería hacer por quién era, no por los méritos económicos de mi familia.
Sí, vale, la suya no se quedaba atrás, pero seguro que no estaría en el testamento de un hombre como mi bisabuelo. ¿Un hospital? El bisabuelo Kingsdale podría comprar la ciudad entera de Las Vegas si quisiera, y nadie podría impedírselo. Podía corromper a cualquiera para conseguirlo, no solo por su dinero, sino por su falta de escrúpulos. El bisabuelo Kingsdale cuando juega, lo hace duro y siempre para ganar.
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