¿Puede uno escuchar su corazón romperse? A pesar del ruido a mi alrededor, de la música, las voces, el jolgorio, yo podía escuchar cómo se iba resquebrajando a cada paso que me alejaba de aquella habitación. En mis oídos retumbaba aquel crujido atronador, que se parecía tanto a la fractura del hielo de un glaciar. Era un sonido devastador, imparable, potente, una escalofriante advertencia de que aquel enorme trozo de hielo iba a romperse, y nada ni nadie podría impedirlo.
Sí, hielo. Porque ver aquello había convertido a ese pequeño y sensible órgano que se alojaba en mi pecho, en un frágil y a la vez insensible trozo de hielo. Descubrir que era él, mi novio, el que estaba con otra chica en aquella habitación, besándola y… Aquello me dejó petrificada, congelada. Pero después, escucharle decir esas palabras de mí, de lo que teníamos… Fue como sentir como me clavaba un punzón en el mismo centro del corazón.
Tenía que salir de allí, necesitaba encontrar un lugar donde poder esconderme y llorar. No me importaba que el resto de asistentes a la fiesta me mirasen con gesto curioso. Me daba igual que se riesen por mi aspecto, por las marcas negras que seguramente habían dejado sobre mi rostro la unión de mis lágrimas con el rímel. Solo quería salir de allí, encontrar un agujero y esconderme dentro de él.
No tenía mucho que analizar, era fácil de entender; me había traicionado, mentido, utilizado y humillado. Fui una estúpida que se creyó todas sus mentiras.
No sé cómo lo hicieron, pero mis pies me sacaron de aquella fraternidad. Miré a mi alrededor, encontrando personas desperdigadas por el césped, charlando, bebiendo, riendo… Nadie se daba cuenta de que lo que me ocurría. Estaba rodeada de gente, y a nadie le preocupaba lo que le había pasado a esa pobre chica de chaqueta demasiado grande.
Busqué un lugar vacío, cerca de un arbusto, donde pude sentarme, hacerme una bola, y esconder el rostro en mis rodillas. Llorar era todo lo que tenía para desahogarme, llorar era lo único que podía hacer. Y lloré, durante un buen rato, hasta que sentí una mano en mi brazo.
—¿Estás bien? —Alcé la vista para encontrar el rostro preocupado de un chico algo mayor que yo. Se había acuclillado frente a mí para poder estar a mi altura.
—Sí. —le aseguré mientras retiraba las lágrimas de mi cara con la manga de mi chaqueta. Ya me preocuparía de las manchas después.
—¿Estás segura? —Volvió a insistir. ¿Qué podía decirle? No, no lo estoy, mi novio desde hace año y medio acaba de acostarse con mi compañera de habitación delante de mis narices. Pero eso a él no le importaba, era solo la causa de que a una inocente universitaria le hubiesen destrozado el corazón, la vida.
—Vamos, Ty, ella está bien. —Alcé el rostro hacia la chica, me sonaba su cara, sí, la conocía, era… Sondra, la amiga de Diana, mi compañera de habitación en la residencia.
Así que, si ella era Sondra, Ty tenía que ser el diminutivo de Tyler, el chico de oro. No es que yo le pusiera el apodo, pero le quedaba bien. Era guapo a rabiar, justo lo que una chica con el rostro marcado con surcos negros necesitaba encontrarse para subirle la autoestima.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó él sin hacerla caso.
—Didi. —balbuceé.
—Bien, Didi. ¿Alguien te ha hecho daño? ¿Necesitas que te acompañemos a algún sitio?—Se le notaba realmente angustiado, y me sentí mal por preocuparle.
—No, estoy bien. —le aseguré. Me levanté, sequé mis lágrimas y traté de mostrar una imagen segura de mí misma, aunque realmente eso fuese imposible.
—¿Quieres que te acerquemos a algún sitio? —volvió a preguntarme. Estaba claro de que no le había convencido demasiado.
—¡Ty!, nos están esperando—se quejó Sondra—. Ella está bien. —Los ojos de Tyler me observaban atentos, esperando mi confirmación a esas palabras.
—Estoy bien. —Decirlo mientras me sorbía los mocos no es que fuese un gran apoyo para mi causa, pero debió de ser suficiente, porque él asintió conforme.
—¡Ty! —Lloriqueó Sondra, consiguiendo finalmente tirar de su brazo para obligarlo a seguirla.
No me quedé a esperar a que se arrepintiese y volviera a preguntarme si estaba bien, me puse a caminar de regreso a mi residencia. Con un poco de suerte no me encontraría con nadie conocido, y no tendría que justificar mi estado. El día ya había sido lo suficientemente duro como para tener que repetir las demoledoras palabras que había escuchado de boca de Ray.
Ray, ¡maldito desgraciado!
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