—Aquí tiene su pedido. —Estiré la mano para coger las bolsas por encima del mostrador.
—Gracias.
Después de más de un año llevando comida de esta cafetería, ellos ya conocían mis gustos y mis rarezas. Era cómodo el que te conozcan, así no tenía que repetirles eso de “ración doble de yogur”, con dos cucharillas y dos servilletas, ellos siempre me lo incluían.
Nada más darme la vuelta, tropecé con la mirada curiosa del vigilante del parking. El muy idiota se hacía el encontradizo, pero estaba más que claro que se cruzaba conmigo porque así lo deseaba, no había nada casual en que él entrase a buscar un café justo cuando yo salía de recoger mi almuerzo.
—¿Otra vez solo? ¿Cuándo vas a traer a tu princesa? Tengo ganas de conocerla. —Se balanceó sobre sus botas militares, mientras metía los pulgares dentro de su cinturón. Odio a este tipo de gente que se cree que por llevar uniforme y una taser son alguien importante.
—Martin. —Incliné ligeramente la cabeza en señal de saludo. No es que me interesase caerle bien, pero soy de ese tipo de gente que procura no buscarse enemigos adicionales, uno no sabe cuándo necesitará su ayuda.
—Al menos podrías darme una pista de quién es. —El tipo me sonrió como si fuésemos íntimos amigos. Pues no lo era, solo nos conocíamos desde hacía algo más de año y medio, justo el tiempo que hacía que vivía en el edificio que estaba en la esquina diagonal del cruce, que daba la casualidad que también era mi lugar de trabajo.
—Hoy no, Martin. —Avancé por su derecha directo hacia la puerta de salida.
—Nos vemos, tipo duro. —Escucharle llamarme así me hizo gracia, por eso apareció una ligera sonrisa en mi boca.
Tipo duro. Ese idiota no sabía lo que podía hacerle, pero no podía. ¿Por qué no me llamaba por mi nombre? Pues porque a diferencia de él, que llevaba una chapita identificativa sobre su pecho con su apellido, yo no llevaba a la vista ninguna identificación. Lo único que él veía, lo que veían todos, era un hombre de 23 con ropas de trabajo con el anagrama del taller de reparaciones en el que trabajaba. Que lo hiciese en un departamento diferente al que ellos suponían no era de su incumbencia. Tampoco que fuese uno de los dueños. Estaba bien esto de que la gente te creyese un simple mecánico de taller, te trataban de forma diferente. Reconozcámoslo, no se trata de la misma manera a un trabajador como tú, que al dueño del negocio.
Y luego estaba mi apellido. Pocos en este lugar podían decir que lo conocían, y muchos menos aún sabían lo que realmente significaba. Pensándolo bien, el que toda esta gente, sobre todo Martin, no supiera realmente quién soy, era algo que jugaba a mi favor. Creo que para muchos yo no era más que el amigo del jefe, un tipo a quién el hijo del gran jefe había colocado en un trabajo poco complicado, ya saben, lo que suele hacerse con alguien a quien no sabes dónde poner y que esperas no estorbe, con un pequeño sueldo que le ayude a vivir.
Que los demás crean que eres tan insignificante como ellos te ayuda a pasar desapercibido, algo que en mi situación se convierte en una ventaja. De momento ser uno del montón es una ventaja.
Miré a ambos lados de la carretera antes de cruzar, aunque lo que se dice tráfico apenas había. Estamos en el extremo de un polígono industrial a las afueras de Chicago, salvo los empleados o transportistas, la gente no suele circular por aquí. Antes de pisar la otra acera ya podía oír el ruido de las herramientas mecánicas saliendo del taller. No fue difícil localizar a Jos ni a Hadid, así que me dirigí hacia la primera para darle su comida.
—Traigo el avituallamiento. —Su cabeza se alzó con rapidez, haciéndola parecer un suricato saliendo de su madriguera.
—Hora de comer. —gritó al aire para que le oyese Hadid por encima del ruido y la música que salía de la radio.
Casi no me dio tiempo a sacar sus paquetes cuando ella ya estaba reclamando el suyo. Era divertido verla sacarse los guantes sucios a toda velocidad para no manchar el envoltorio de papel. Hadid esperó paciente y resignado a que llegase su turno.
—¿Te pusieron extra de patatas? —Ella era así, cada día con un antojo nuevo, que era mejor saciar si no quería estar aguantándola todo el día. A veces bromeaba con ella y con Owen por esa costumbre que había adquirido. No hacía más que decirle “vaya un embarazo más largo”, porque llevaba casi todo el tiempo que llevaba trabajando con ella con esa costumbre. No es que estuviese embarazada, aunque estos dos sí que le ponían ganas.
—Sin salsa, como me pediste.
—Buen chico. —Ella palmeó mi brazo y se retiró a su despacho para comer. Y pensar que esa mujer me había fascinado desde el primer momento en que la conocí. Owen era un tipo con suerte.
—Si no me necesitáis para nada más, me retiro. —Ahora que había dado de comer a las fieras, era mi momento.
—A por ella, Romeo. —La puya de Jos me hizo girar la cabeza hacia ella.
—Sabes que no hay otra mujer como tú para mí, my lady. —Ella me sonrió de esa manera que dice “no me engañas”. Este juego que nos traíamos no era otra cosa que esconder mis auténticos sentimientos. No podía confesar que estaba atrapado por una mujer, y mucho menos a ella, porque se lo contaría a su hermano.
Lo bueno de que ambos edificios estuviesen conectados por un pasillo en la segunda planta, era que me ahorraba mucho tiempo. El tener que salir al exterior también era una ventaja, sobre todo cuando hacía mal tiempo, que era más de la mitad de los días. Crecí en Las Vegas, no tengo que decir que odio el frío, y aquí en Chicago incluso nieva. Y lo malo, porque todo tiene su lado malo, es que lo primero con lo que me topaba era con el hospital. Lo sé, que el puerto estuviese conectado directamente con esta planta estaba pensado para minimizar el tiempo de respuesta ante una urgencia médica, pero había ocasiones en que eso no era suficiente para compensar el encontrarme con Leo cada vez que trataba de llegar hasta mi chica. Mi chica. No podía decirlo en voz alta, porque eso me haría parecer un acosador posesivo. Ella no me pertenecía, nunca lo fue y nunca lo será, pero eso no quería decir que no la cuidase como si lo fuese.
Como decía, tener que verle la cara a Leo era algo que no tragaba con gusto, pero nadie dijo que tuviese que gustarme el que estuviese allí. El tipo era un buen cirujano, y el hospital necesitaba a alguien con su preparación para atender los posibles casos de urgencia que se presentasen. Como decía el gran Alex Bowman «hay que estar preparado para todo».
Me adentré en la planta, con la esperanza de no tropezarme con él. Alguna vez lo había conseguido, pero el tipo parecía un aguilucho permanentemente oteando el horizonte en busca de presas. Me acerqué a los ascensores para poder subir al área de investigación y laboratorios. Casi creí que lo había esquivado, cuando escuché su voz acercándose por el pasillo interior que comunicaba con el área quirúrgica.
—Buenos días. — No nos caíamos bien, pero eso no justificaba el que no fuese correcto. Como dije, algún día podría necesitarle. ¿Y si alguien disparaba sobre mí y llegaba herido a sus manos? Mejor me aseguraba de que no me cortase algo que después pudiese necesitar, ya me entienden.
—Buenos días, doctor Kane. —La identificación que colgaba de bata blanca era imposible obviar. El ascensor llegó en ese momento, abriendo sus puertas frente a nosotros. Caminé hacia el interior, esperando que Leo no me siguiese, pero no fue así. No era un aguilucho, era un buitre carroñero que esperaba su oportunidad para saltar sobre los restos de cualquier animal moribundo del que poder alimentarse, y ese parecía ser siempre yo.
—Sabes que puedes llamarme Leo. A fin de cuentas, trabajas con mi hermana y eres su amigo. —Lo dijo mientras se adentraba en el cubículo junto a mí. Podía fingir cordialidad, pero ambos sabíamos que competíamos por la misma chica, así que era una guerra encubierta la que librábamos entre los dos. Nada peor que atacar a tu oponente mientras tu objetivo observaba, eso nos llevaría a perder los valiosos puntos que conseguíamos con ella con cada artimaña.
—A cada uno lo que le corresponde, doc, y a ti te ha costado mucho conseguir ese título. —Nada mejor que alabar a un médico, son tan fáciles de camelar…
Mientras subíamos, ambos sabíamos a qué iba el otro. Yo a ganar mi punto llevándole un rico yogur con frutas a Avalon, él utilizaría cualquier otra treta para justificar su presencia allí. Su objetivo era no dejarnos a solas, el mío el que ella se acostumbrase a mi presencia. Quería que me echase en falta, aunque solo fuese por el deseo de comer un poco de yogur con frutas.
Seguir leyendo