Leo
Me tenía extasiado. Como podía ser tan dulce y cuidadosa mientras trataba con el pequeño antes y después de iniciar la sedación, y luego convertirse en la persona más fría y profesional que podías encontrarte. En un parpadeo era todo sentimiento, y después se transformaba en una máquina eficiente que controlaba su entorno con aséptica seguridad. Jade era asombrosa. Pero la entendía. El trato con aquella pequeña criatura requería de todo el amor que su madre no podía darle en ese momento, transmitiéndole paz y tranquilidad, confianza. Para después ser el especialista meticuloso que requería una intervención delicada como la suya.
Me dejaron presenciar la intervención, pero no estaba precisamente controlando las constantes del pequeño, ni admirando la luz y calidad tecnológica del quirófano, sino que mi atención estaba totalmente secuestrada por aquella mujer; mi duende. Si me dejasen escoger como morir no tenía dudas, deseaba que fuese en sus manos. Ella haría que la muerte fuese dulce, y que la afrontase sin miedo, con paz.
La operación fue bien, pero no soy el más indicado para asegurarlo. Yo puedo hacer un diagnóstico de las opciones de futuro con los datos, al igual que cualquier médico, pero me reservo las opiniones a mi área: la cardiología infantil. El resto de órganos se los dejo a sus especialistas.
Cuando terminó la intervención, acompañé a Jade hasta el lugar donde estaban los padres. No es que tuviésemos que hablar con ellos, de eso se encargó el cirujano encargado de la operación, pero Jade insistió.
—Ahí están. —señaló cuando los tuvimos a la vista.
Estaban sentados en uno de los sillones de la sala de espera de neonatología, pero lo que me llamó la atención es que no la abandonasen después de todo el tiempo que estuvieron allí esperando noticias. Llegado a este punto, los familiares suelen ir a buscar algo de sustento para sus agotados nervios. Sino el aspecto humilde que tenían. No es que sea una persona elitista, pero seamos sinceros, hoy en día este tipo de intervenciones solo las costea un buen seguro médico o una suma astronómica en la cuenta corriente, y ellos no tenían pinta de ninguna de las dos cosas. Un buen seguro médico solo se consigue siendo un trabajador muy cualificado o valorado por tu empresa, y rara vez las donaciones que llegan por una petición de ayuda consiguen costear una intervención tan costosa.
—Sé lo que estás pensando. —dijo Jade mientras se retiraba de allí.
—Ah, ¿sí? —dije mientras la seguía.
—¿Cómo han conseguido pagar la operación? —No, lo que me preguntaba era ¿cómo ha podido leerme tan fácilmente?
—Algún seguro médico o donaciones, supongo. No tiene pinta de nadar en la abundancia. —confesé mis pensamientos.
—La fundación Blue Star. —me aclaró ella.
—No he oído hablar de ella.
—No sé qué acuerdo tienen con el hospital, pero realizan muchas intervenciones a personas que son acogidas en sus programas de ayuda.
—No es necesario hacer grandes viajes para ayudar a los más necesitados. —repetí las palabras que me decía mi madre cada vez que preparaba la maleta para ir a uno de esos países ‘tercermundistas’ como ella los llamaba. Y tenía que estar de acuerdo con ella en eso. A veces solo es necesario mirar a las personas que están al otro lado de la calle para encontrar a quién tenderle una mano.
—Exacto.
Caminamos hasta la planta de los despachos médicos, donde cada uno se cambiaría en el baño para facultativos, después de una buena ducha. Al revisar mi teléfono me di cuenta de que tenía varias llamadas perdidas, que no noté porque tenía el modo ‘no molestar’; eran de mis padres. Maldije en silencio porque me había olvidado de nuestra comida. Marqué su número y marqué.
—Lo siento, estaba en quirófano. —me disculpé.
—No te preocupes, tu madre tampoco estaba de muy buen humor esta mañana. ¿Qué te parece si quedamos para cenar? —sugirió.
—Me cambio y voy a recogeros, así podemos charlar un rato antes de la cena.
—Nos parece perfecto.
Un par de horas después estábamos tomando un helado en una cafetería del Gran Canal Shoppes en The Venetian, estropeándonos el apetito según aseguraba mamá, aunque era ella la que más estaba disfrutando de su helado de stracciatella.
—No es como la de verdad. —dijo mi madre sin apartar la vista del canal.
—No, aquí huele mucho mejor. —añadió mi padre con una sonrisa.
—¿Lo veis?, fue culpa vuestra que yo saliera un trotamundos. ¿A quién se le ocurre llevar a un niño pequeño a vuestra luna de miel por Europa? —Sabía que el embarazo de mamá los pilló por sorpresa, así que tuvieron que acelerar la boda y aplazar la luna de miel hasta que su retoño ya estuviese correteando por el mundo, aunque creo que más bien lo hice gateando.
—No estábamos muy tranquilos dejándote con los abuelos. —No, yo tampoco lo habría estado. No porque no me cuidaran, de eso se encargaría alguien del servicio, sino por la falta de contacto afectivo a la que me someterían. Lo que me llevó a pensar…
—¿Nunca has pensado en hacer las paces con tus padres? —le pregunté a mi madre, sorprendiéndola.
—Ellos dejaron muy claro que no me querían. Ese tipo de familia no la quiero cerca de mi hijo. —La de mi padre tampoco era de lo mejorcito, pero supongo que ellos sí nos aceptaron, al embarazo fuera del matrimonio de mi madre, quiero decir.
—No nos ha ido mal sin ellos, ¿no crees? —La mirada de papá se volvió tierna mientras observaba a mi madre.
—Nada mal. —Mamá acarició el rostro de papá con complicidad. A veces me daba envidia el tipo de relación que ellos dos tenían. ¿Encontraría algún día a alguien con el que envejecer de esa manera? Una joven de ojos verdes se materializó en mi mente. Sí, ella podría ser una gran candidata.
—¡Oh!, vaya. Me he manchado. —Tanto papá como yo nos giramos para ver la blusa de mamá adornada con un chorretón que inútilmente trataba de limpiar.
—No te preocupes, cariño. El restaurante está en nuestro hotel, puedes subir a cambiarte antes de cenar. —sugirió papa.
—Podemos ir yendo ahora si quieres. —propuse. Mamá era de las que estaba constantemente preocupada por su imagen. Como diseñadora de interiores siempre tenía que estar impecable, o al menos era lo que siempre decía.
—Sí, creo que será lo mejor. —aceptó mientras se ponía en pie. Se había rendido contra la mancha.
Ya en el hotel, nos separamos en el hall.
—Tómate el tiempo que necesites, no vamos a empezar sin ti. —le dijo papá.
—Solo es un cambio de ropa. —respondió mamá mientras tomaba el ascensor.
Antes de que se cerrasen las puertas, papá ya estaba poniendo los ojos en blanco.
—Como si no la conociéramos. —Y estaba completamente de acuerdo con él. Para mamá no sería un cambio de blusa sin más, cambiaría todo el conjunto, y para ello tendría que revisar las opciones de su armario hasta encontrar la que mejor iría para la ocasión. Y si creía que la mancha había traspasado su ropa interior, seguramente incluso se daría una ducha. Papá y yo ya asumimos que podríamos tomarnos una copa mientras esperábamos a mamá.
Maya Kingsdale
No podía negar que ver a aquel hombre me había puesto nerviosa. Mis manos temblaban desde que lo vi entrando en el hospital. Habían pasado treinta años, pero lo reconocería en cualquier parte. No por el hecho de seguir siendo igual de atractivo, de tener los ojos más intensos y azules que podía recordar, sino por el hecho de que una noche salvaje de sexo con él terminó en embarazo. Encontrarme de frente con el padre biológico de mi hijo me impactó más de lo que esperaba.
No quise decírselo a Daniel, sobre todo porque él ni siquiera pareció reconocerme. Para él no era más que una extraña, una persona más que cruzaba aquel hall.
Poco a poco me fui tranquilizando, porque si él no me recordaba, mi secreto estaba a salvo, nuestro secreto. Era normal, era un joven tremendamente atractivo y sexy, con un aura magnética que atraía a las chicas como moscas a la miel. Yo no era otra cosa que una muesca más en su cinturón.
Las puertas del ascensor se abrieron en una planta intermedia, dejando ver a la persona que se adentró con paso firme en el habitáculo. ¡No podía ser!, era él. Pero si la primera vez creí que no me había reconocido, que no sabía quién era yo, esta vez era totalmente diferente. Sus ojos me miraban con una fría intensidad que me estremecieron por dentro.
—Tenemos que hablar. —Las puertas del ascensor se cerraron, pero yo no tuve la posibilidad de escapar, mis piernas no se movieron, estaba paralizada.
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