Leo
La visita de Maryorie había revuelto algo dentro de mí, pero no tenía nada que ver con algún tipo de sentimiento que aún albergase hacia ella, sino más bien todo lo contrario. Verla allí, atravesando la puerta de mi despacho, me hizo regresar al pasado, y no había buenos recuerdos, sino unas ganas irrefrenables de huir.
Cuando Jade entró en la habitación, Maryorie salió huyendo como si fuese un vampiro que huye de la luz. Fue mi salvadora, mi ángel, mi duende. Si antes no estaba planamente convencido, en ese momento lo supe: Jade era a la única que quería tener a mi lado el resto de mi vida. ¿Demasiado profundo? Puede, pero en un mundo en que todo puede cambiar de la noche a la mañana, hay que aprovechar los pequeños destellos de esa luz que nos reconforta. Atraparla y retenerla tanto como fuese posible mientras durase. Jade era como esa fogata que me alejaba del frío en las noches oscuras de invierno. Jade era ese hogar al que quería regresar después de cada dura jornada, la persona que me acogía y me revitalizaba con su sola cercanía.
Solo conocía una manera de decirle que la necesitaba en mi vida, una manera de retenerla, una manera de alejar al resto de hombres de su camino, y esa era el matrimonio. Lo sé, lo sé. Es un paso muy importante, pero darlo con ella no me daba miedo.
Ahora que había tomado una decisión, tenía que convencerla a ella de que era una buena idea.
Jade
Me sentí más ligera después de la conversación con Hugo. No tenía idea de lo que iba a hacer al respecto con Maryorie, pero ya estaba prevenido, mi parte estaba hecha. Creo que fue mi madre quién me dijo “No puedes hacerte responsable de las decisiones de los demás, solo evitar que te afecten”. Es una forma de decir que no tienes el control nada más que de aquello que tú personalmente puedes cambiar, con el resto solo puedes prepararte para el impacto cuando te golpee.
Mientras avanzaba por el pasillo, vislumbré la sonrisa expectante de John, el enfermero de apoyo de Leo.
—Buenos días, doctora Sokolov. —No me pasó desapercibida la mirada que le dedicó a mi bandeja.
—Buenos días, ¿está libre? —señalé con la barbilla la puerta de la consulta de Leo.
—Un par de minutos y será suyo. —Me guiñó el ojo de forma traviesa. Este pillín sabía mucho.
Esperé paciente, hasta que la puerta se abrió, dejando paso a un niño de unos 13 años acompañado de su madre.
—Adiós, doctor. —Ver sonreír al pequeño me animó, porque eso quería decir que se llevaba buenas noticias.
—¿Me lees los pensamientos? —Leo me recibió con una cálida sonrisa.
—Por supuesto que sí. —Le tendí la bandeja, provocando un gemido lastimero de su parte.
—Entonces sabrás lo que tengo en mi cabeza en este momento. —Depositó su taza sobre la mesa para estrujarme entre sus brazos.
—No estoy segura. ¿Puedes pensar un poco más alto? —Su cuerpo se pegó tanto al mío, que noté su ingle apretándose lascivamente contra mi abdomen. Oh, sí, las señales estaban claras.
—Prácticamente lo estoy gritando. —Susurró en mi oído con su voz ronca, provocando un escalofrío premonitorio en todo mi cuerpo.
—¿En tu casa o en la mía? —Su expresión se volvió un poco seria, desconcertándome.
—Creo que habría que ir pensando en que fuese en la nuestra. —Tardé unos segundos en entender lo que me estaba proponiendo.
—¿Quieres… quieres decir que vivamos juntos? —Su cabeza descendió en una afirmación.
—Prácticamente ya lo hacemos. He dormido más veces en tu cama que en la mía. —me recordó.
—Entonces… ¿Te vendrías a mi apartamento? —le propuse, mientras mis brazos rodeaban su cuello.
—La pregunta no es esa, cariño.
—¿No?
—No.
—¿Y cuál es?
—¿A quién voy a pedirle ayuda para la mudanza, a tus hermanos o a los míos? —Apenas lo medité un segundo.
—Oh, creo que Luka y Grigor son los más fuertes, y ya viven en el edificio, no tendrán que desplazarse mucho. Además, ya conoces lo que piensan cobrar por sus servicios. —Mis últimas palabras provocaron un gemido de Leo.
—Tendré que vaciar mi cartera para invitarles a cenar, pero merecerá la pena.
—Con doble ración de postre. —le recordé.
—A veces pienso que harían cualquier cosa solo por eso. —Leo besó mis labios antes de tomar mi taza y ponerla en mis manos, para después tomar la suya. Sí, era momento de tomar nuestro tentempié, que ya debería de estar más bien tibio con tanta interrupción.
—Lo único que puedo decirte, es que la última vez que los vi discutir fue hace unos meses, cuando el primo Adrik trajo una tarta de Chicago. Casi se pelean por el último trozo. —sus ojos se abrieron un poco más, sorprendidos.
—¿En serio? —asentí— ¿Y quién ganó? Seguro que fue Grigor, o tal vez Luka. —se atrevió a apostar.
—La abuela Mirna. —Aquella revelación le hizo sonreír.
—Sí, es la única con la que no se atreverían a pelear. Es dura. —Esa vez fue mi turno de sonreír. Solo una reunión familiar y ya sabía quién era la que realmente mandaba en la familia, aunque hay quién diría que era el tío Viktor, pero todos doblarían la rodilla por la abuela.
Una llamada en el teléfono de Leo nos interrumpió en aquel momento.
—¿Sí? —Leo se puso en pie como un resorte, dejando de lado su taza sin tocar. —Estoy ahí en 5 minutos. —Antes de que me dijese que ocurría ya sabía lo que era.
—¿Urgencia de Cardiología? —Leo besó mis labios de camino a la puerta.
—Te veré a la vuelta. —Y me dejó allí sola en un despacho, pero no me sentí abandonada. Cuando el deber te reclama, cuando una vida está en riesgo, cualquiera de nosotros sale disparado al lugar donde le necesitan.
—Yo me encargo de todo aquí. —dijo John a sus espaldas, mientras Leo corría por el pasillo hacia la zona de urgencias. Si no me equivocaba, el sistema le advirtió de que Leo tenía una urgencia que atender. Mi hermano diseñó el sistema, no se le escapaba nada.
Miré la taza abandonada sobre la mesa, y el bollo que todavía seguía en la bandeja. Era una pena desperdiciarlo.
—¿Tienes tiempo para un café? —pregunté a John, sacándole una sonrisa golosa.
—Sería una lástima desperdiciarlo. —Pasó a mi lado, para ocupar el sillón de Leo. Se acomodó como si ese fuese su lugar. ¿Importarme? No, yo no era como esos médicos estirados que se creen por encima del personal de enfermería o auxiliares. Aquí todos desempeñamos una labor, y nos pagaban por ello. Pero quitando la diferencia de responsabilidades y honorarios, todos éramos personas, y por consiguiente teníamos las mismas necesidades.
—Ya que estamos aquí relajaditos, me gustaría preguntarte algunas cosas. —Las cejas de John se alzaron curiosas, pero eso no hizo que sus labios se alejasen del café que ya estaba saboreando.
—¿Qué quiere saber, doctora Sokolov? —Su sonrisa me decía que estaba dispuesto a saborear cualquier cosa que le proporcionase un buen cotilleo.
—Bueno, realmente más que una pregunta, lo que necesito es que averigües algo por mí. —Como la medida del dedo de Leo, en ese en el que pondría un anillo. O si era alérgico a algún tipo de metal. Ese tipo de cosas.
—Entiendo. Doctora, soy su hombre.
—Llámame Jade. —Nunca está de más hacer aliados.
—Jade.
—No tengo que decirte que lo que hablemos tú y yo no puede repetirse a terceras personas. —avisé.
—Mmmm, secretitos. Son mis favoritos. —No sabía si había escogido un buen aliado, pero ya no podía echarme atrás.
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