Examiné a la pequeña bajo la atenta mirada de su padre. La abuela no dejaba de sonreírle a la niña, como si esto no fuese otra cosa que una revisión rutinaria. Por mucho que quisiera darle buenas noticias, no podía.
—Lo has hecho muy bien, Alma. Ya puedes vestirte. —Le sonreí a la abuela, para que ayudase a la pequeña a realizar la tarea. Después volví la atención hacia su padre. —¿Qué le parece si las esperamos en la consulta? —Señalé con la cabeza la puerta que comunicaba con la otra habitación. Estaba bien esto de tener las los salas una pegada a la otra, así le daba privacidad al paciente.
—Claro, doctor. —El hombre le dio una mirada a la niña, como si le transmitiese que no estaría lejos.
—No voy a andarme con rodeos, necesita un trasplante. —No es que la auscultación me lo hubiese confirmado, para llegar a ese diagnóstico eran necesarias más pruebas, pero ya las había echado un buen vistazo a todas ellas.
—Lo sé. —dijo el hombre mientras soltaba un suspiro derrotado.
—Quiero su permiso para ponerla en la lista de espera. —A veces algunos padres no querían estar en esa lista; bien por convicciones religiosas, por problemas con el seguro médico, por no alargar el sufrimiento del paciente… Había tantos motivos. Pero yo no podía rendirme sin luchar.
—Puede hacerlo, pero sé que no hay muchas esperanzas de que consiga un corazón antes de que sea demasiado tarde. —El hombre era realista.
—Rendirse no es una opción, señor Rodríguez. Tenemos que aferrarnos a la esperanza, porque su hija lo merece.
—Es mi ahijada—me rectificó—. Pero tiene razón, no podemos rendirnos. Tanto su abuela como yo estamos dispuestos a hacer lo que sea por darle esa oportunidad, aunque eso signifique recurrir a métodos poco convencionales. Si hay una oportunidad la tomaremos, venga de donde venga. —Su decisión, la dureza de su tono, me indicaban que estaba dispuesto a cruzar cualquier límite por salvar a esa niña. ¿Estaría hablando de conseguir ese corazón en el mercado negro? No es que fuese muy ético, ni legal, pero uno no puede poner precio a la desesperación de un padre, o en este caso, de un padrino.
—Todos queremos lo mejor para Alma. —El hombre asintió ante mi comentario.
—Y lo haremos. Conseguiremos ese corazón, y usted se lo pondrá a nuestra pequeña. —El hombre se puso en pie, un segundo antes de que la puerta que comunicaba con la sala de reconocimiento se abriese. —El doctor ha dicho que te mereces un helado, ¿qué te parece? —le preguntó a la niña.
—Sí, de fresa. — El hombre la tomó en brazos.
—Entonces vamos. Doctor. —se despidió.
—Señor Rodríguez. Pásenlo bien. —le despedí.
—Lo haremos. Y por cierto, mi nombre es Vasiliev, Grigor Vasiliev. —Me tendió la mano para estrecharla con firmeza. Vasiliev, Vasiliev… ¿De qué me sonaba ese nombre?
—No dude en llamarme si lo necesita. —me ofrecí.
Después de cerrar la puerta, John se acercó a mí.
—Buena jugada. Hay que tener contento a los jefes. —¿Jefes?
—¿A qué te refieres?
—¿No lo sabe? El holding Vasiliev es el dueño del hospital. —Con razón ese tipo estuvo en la reunión con la directiva. Ahora estaba seguro de que él había sido quién orquestó mi contratación.
—No, no lo sabía—aseguré—. Podías haberme advertido.
—Bueno, se daría cuenta en cuanto viese la transferencia de su primera nómina. Y en cuanto a advertirle de que ese hombre es un Vasiliev, he de decirle que no lo sabía. Esta gente no es mucho de ir alardeando de su apellido. Pero debía haberlo imaginado, no se comporta como el resto de la gente rica o famosa que pasa por aquí.
—¿A qué te refieres? —Quise saber.
—No es de esos que andan pidiendo tonterías o haciendo alarde de su dinero o de su nombre, pero sí que van directos a por lo que quieren, y nadie es capaz de negarles nada. Además, la gerencia y la directora médica enseguida se pone en marcha cuando uno de ellos aparece.
—¿Ellos? —El plural en la frase me confundió.
—Oh, sí. He oído que los Vasiliev tienen el Altare como hospital de referencia. Es aparecer por aquí y todos aprietan el culo.
—Pueden perder su trabajo si ellos quieren. —deduje.
—Y nadie quiere que le echen de un trabajo como este. —Le entendía perfectamente.
—Bueno, ¿y que nos queda por hacer? —Tenía que justificar mi presencia en el hospital, no podía depender de un único paciente.
—¿Qué le parece si voy concertando citas con los otros pacientes que le ha transferido cardiología? Así podrá conocerlos a todos. Creo que son seis o siete.
—Me parece perfecto. Pero dudo que puedan venir hoy.
—Me refería a partir de los próximos turnos de citas.
—Claro. —Eso no solucionaba el problema de rellenar el resto del día.
Mi teléfono vibró con una llamada del doctor Di Angello.
—Hola. —saludé.
—¿Quieres que te enseñe donde fabricamos nuestra piel orgánica? —¿Bromeaba?
—Me encantaría.
—Te recojo en tu despacho en un minuto.
No tengo que decir que todo el trayecto, hasta la planta donde estaba el laboratorio de cultivo de la piel, lo hice en un estado similar al de un niño que corre hacia el árbol el día de Navidad. Me picaban los dedos por abrir ese regalo. Pero al igual que ocurre cuando abres tu primer regalo y descubres que no es lo que deseabas encontrar, mi entusiasmo se desinfló cuando vi la sala.
—Vaya. —dije sin demasiado entusiasmo.
—Lo sé, parece más un taller de artes gráficas que un laboratorio. Pero es que hoy en día la tecnología punta es exactamente eso, artilugios electrónicos. Pero es aquí donde se hace la magia. —Me señaló una enorme impresora, protegida en una especie de caja transparente, de la que salía una pasta gomosa. Era como una impresora 3D que escupía puré de gominola.
—Cuando dijiste que fabricabais piel no pensé que fuese de esta manera. —reconocí.
—Ya. Imaginaste una placa de Petri gigante. —dedujo.
—Algo así. —confesé.
—La ciencia avanza, Kingsdale. Ahora imprimimos tejidos orgánicos como si fueran una fotografía a color. Imagina que cada color es un tejido diferente. Células epiteliales, tejido venoso, nervios, capilares… Todas las partes tienen su propio cartucho de células cultivadas con el ADN del receptor. Nosotros solo las colocamos en la posición correcta, junto con una estructura que será absorbida por el propio cuerpo a lo largo del período de adaptación. El cuerpo ni se da cuenta de que lo que acabamos de colocar es artificial. —Eso era algo extraordinario, no solo el concepto, sino la forma en que habían conseguido hacerlo viable.
—Es algo asombroso. Había leído sobre ello, pero verlo… No puedo darte tantas gracias como mereces por lo que acabas de hacer. Ver cómo trabaja este artilugio es alucinante. Pero ¿no tienes miedo de que revele vuestro secreto? —Una impresora, la competencia mataría por conseguir esa información.
—Has firmado un contrato de confidencialidad, si vas contando por ahí lo que has visto, nuestro equipo legal te destripará. Así que estoy tranquilo, no vas a desvelar nada de lo que has visto aquí. Y ya puestos, no dirás nada de lo que verás en un futuro. —¿Qué estaba insinuando?
—¿Estáis trabajando en algo nuevo? —pregunté ávido por saber.
—Por supuesto. Pero la mayor parte del mérito es de un laboratorio de investigación de Chicago con el que trabajamos estrechamente. Hemos pasado a las pruebas con humanos, y puedo decir que hay buenas expectativas. Cuando tengamos la certeza de que ha sido completamente un éxito lo publicaremos en alguna revista científica. De momento estamos esperando a que las pruebas demuestren ser fiables.
—¿Cómo de fiables?
—Si después de un año todo el tejido se ha integrado satisfactoriamente, daremos por exitoso las pruebas con humanos. —No me pasó desapercibido el brillo en sus ojos.
—Tienes pinta de haberlo conseguido. ¿Cuánto tiempo falta para terminar ese plazo que os habéis impuesto?
—Seis meses. —dijo sonriente. —Ya casi lo tenemos hecho. —Le creía.
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