Mientras caminaba los escasos pasos que me separaban del hospital, mi estómago me recordó que debía buscar un apartamento. No era solo porque el baño tendría más espacio para mis útiles de aseo, ni que las toallas solo las usase yo y no fuesen un objeto que ha pasado por cientos de personas antes de mí. Sino que el desayuno sería completamente diferente, algo mucho más ‘digerible’, no sé si sería la palabra adecuada, pero se acercaba. A mi estómago le sienta mejor un desayuno más sano; zumo natural, leche fresca, cereales de mi marca favorita, además de todo aquello que me había acostumbrado a tener en mi nevera.
Soy un poco especial, aunque cuando vives en lugares que carecen de algunas cosas, comes y usas lo que está disponible. Pero cuando llegas a casa quieres mimarte un poco. Es como el agua caliente, uno no la aprecia realmente hasta que pasa un par de días peleando por llegar el primero a la ducha para no tener que asearse con agua fría.
De mis viajes con médicos sin fronteras, el prescindir de las comodidades básicas y de material sanitario era lo peor. Lo segundo podía suponer perder algún paciente, lo primero era una incomodidad que me hacía ser consciente de la suerte de haber nacido y vivir en donde lo había hecho. Y si además le sumábamos mi procedencia… Pues eso, que el lujo era algo a lo que estaba acostumbrado. Uno se adapta a sobrevivir con lo que sea, pero ahí radica la diferencia entre vivir y sobrevivir, y a la mayoría le gusta mucho más lo primero.
Como decía, necesitaba un lugar en el que vivir. Con su nevera, sus toallas mullidas y perchas donde colgar mi ropa. Si le sumamos un sofá cómodo y una televisión grande, sería la perfección.
Esta vez no pregunté, sabía perfectamente dónde estaba mi despacho. Con la ausencia de nervios por la entrevista, esta vez el paseo me resultó mucho más interesante, porque pude apreciar mejor los detalles de todo. Soy de ese tipo de personas que se detiene a observar a la gente, sus expresiones, tratando de descubrir si están felices o descontentos, cansados, hastiados, malhumorados… El ver una sonrisa en un empleado te hace pensar que está contento en su trabajo.
—Bueno días, doctor Kingsdale. —Giré la cabeza para encontrar a John acercándose por el pasillo.
—Buenos días, John.
—¿Listo para su primer día de trabajo?
—Lo estaré en cuanto me ponga el uniforme. —Señalé mi ropa de calle, que contrastaba con su informe de enfermero.
—El hábito no hace al monje, pero aquí si no le llevas puesto te toca pagar en la cafetería.
—Café gratis, solo por eso merece la pena.
—¿Quiere que le traiga un café mientras se cambia? —se ofreció.
—Eres un enfermero, no mi secretaria. —le recordé.
—Lo sé, pero es la excusa perfecta para coger uno para mí. Los de la cafetería están mucho mejor que los de la sala de enfermería. —Me guiñó un ojo de forma cómplice.
—Está bien. Me has convencido.
John cerró la puerta antes de irse. Me cambié de ropa, y como lo hice rápido, me dediqué a revisar el historial de mi primera paciente; Alma Rodríguez. Ocho años… Tan joven y con un futuro tan negro. ¿Por qué la vida se cebaba con alguien que apenas había tenido tiempo de cometer algún pecado? Reconozcámoslo, aunque sea médico, he visto lo suficiente como para desearle la muerte a más de uno. Y ellos sí que merecían una muerte así, y no una inocente como esa niña. No la conocía, pero sabía, por su historial, que ni siquiera había podido tener la vida de cualquier otro niño. Correr, saltar, nadar… todo lo que requería un pequeño esfuerzo de su corazón, le estaba prohibido.
Un par de golpecitos en la puerta precedieron a la llegada de John.
—Le he traído un muffin de arándanos. —dijo nada más atravesar la puerta.
—Gracias. —dije mientras me lo acercaba a la nariz para inhalar su aroma. Olía a pecado.
—No me las dé, ha sido usted el que nos ha invitado. —Alzó su café y su propio bollo para mostrarme lo que había cargado en mi cuenta. Era un beneficio hospitalario, no me importaba.
—Tengo ese tipo de detalles con mis compañeros de trabajo. ¿A que soy encantador? —dije en tono jocoso.
—Oh, sí, sin dudarlo. Aunque puede que alguno se sienta amenazado. —Ese comentario me desconcertó.
—¿Hay alguien que ya tiene ese título? Siento curiosidad.
—Si fuese chica diría que el doctor Di Angello, por aquí las tiene a todas locas. Pero como no lo soy, me inclino por la doctora Costas. Es el único médico que es capaz de recolocarte un hombro dislocado y después conseguir sacarte una sonrisa. —Solo con imaginar el dolor que sufriría el paciente con esa maniobra, mis pelotas se encogieron. Yo no sería uno de ellos.
Ya que habíamos entrado en el apartado de cotilleos de hospital, me sentí osado. A saber cuándo se presentaría de nuevo esa oportunidad. Además, ser nuevo me daba una especie de licencia, porque necesitaba ponerme al día de demasiadas cosas.
—No sé si tú podrás resolverme una duda.
—Dispare.
—¿Entre la doctora Sokolov y el doctor Di Angello ha habido algo? —Traté de darle un tono confidencial a mi pregunta, para que supiera a qué me refería; secretos.
—Parecen un matrimonio viejo, ¿verdad?
—No podría definirlo mejor.
—En el hospital hay una norma que no puedes saltarte, y es que las relaciones personales se quedan fuera del edificio; ni favoritismos, ni ese tipo de cosas que acaben contigo con las manos debajo del uniforme de un compañero de trabajo, ya me entiende. La verdad, es que Di Angello no presume de sus conquistas, pero tampoco las oculta. Una mirada aquí, una sonrisa allá, ya me entiende. Normalmente las chicas son muy de cuchicheos, y uno acaba enterándose de quién se acostó con quién. Pero la doctora Sokolov es muy hermética con su vida privada. Ahora bien, hay algunas pistas que le hacen sospechar a uno que realmente hay algo entre esos dos, o lo hubo, porque Di Angello ha seguido con sus flirteos y ligues.
—¿Qué pistas? —Quería que John fuese directo al grano, porque se estaba demorando con tanta explicación.
—Pues está el hecho de que ellos ya debían conocerse antes de que la doctora entrase a trabajar aquí. El que Di Angello ataca cada vez que cruza alguna palabra con ella. No sé, al principio circuló la teoría de que a Sokolov no le gustaban los chicos, ya me entiende. —Me miró de esa manera que decía ‘batea para el otro equipo’. —Pero Irma, de intensivos, le lanzó el lazo un par de veces y ella tampoco picó. Así que, o es lesbiana y no le gusta Irma, o es hetero y el que no le gusta es Di Angello. —Eso no me ayudaba mucho, pensé.
—Quizás lo que no quiera es liarse con alguien del hospital. —deduje.
—Es posible. —sopesó John. —¡Uy!, será mejor que nos pongamos en marcha, su paciente está a punto de llegar a la consulta. —Miré mi reloj, comprobando la hora.
—Todavía nos quedan 20 minutos. —advertí.
—Ya, pero suelen llegar pronto a las consultas. —¿Se refería a sus familiares?
—¿Conoces a la niña y a su familia? —pregunté mientras me ponía en pie para acompañarle.
—Antes estaba en la planta de cardiología. Cuando un paciente se convierte en habitual, uno acaba por conocer bien al paciente y a sus familiares.
—Entonces eso es una ventaja para mí. La niña se sentirá menos cohibida si estás cerca. —deduje.
—No se preocupe, doctor, no me alejaré de usted si las cosas se ponen feas. —No supe lo que eso me tranquilizó, hasta que vi al hombre que acompañaba a la pequeña. Era el tipo de la reunión, el que no hablaba mucho y que parecía un portero de discoteca de los que sacan del local a los tipos conflictivos, así como si fueran bolsas de basura. No, mejor mantenía cerca a John, y si era posible, a alguno de los tipos de seguridad del hospital. Aunque claro, si había conseguido entrar a la reunión con el director, eso quería decir que la directiva iba a darle todo lo que quisiera. Eso me hizo pensar ¿y si yo había sido contratado por petición de ese tipo? ¿Quién demonios era él? ¿Por qué no me quedé con su nombre? Estabas demasiado nervioso para quedarte con ese detalle. Un error que no volvería a cometer.
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