El abuelo Kingsdale dice que soy un blando, que una mujer solo tiene que soltar unas lágrimas para conseguir lo que quiera de mí. Pero se equivoca, no todas las lágrimas me conmueven, y todo depende de lo auténticas que sean y del motivo por el que broten.
Soy médico, en mi dilata experiencia con pacientes he llegado a ver muchas lágrimas, y las peores no puedo decir que sean las de aquel que padece dolor físico. ¿Han visto alguna vez a una madre que acaba de recibir la noticia de que su hijo se muere? Como cardiólogo pediátrico he tenido que dar más de una vez esa noticia. A veces los trasplantes no llegan, y es lo único que puede salvar la vida de esos pequeños. Si ya es difícil encontrar un corazón para un adulto, ni se imaginan lo que es encontrar uno para un niño. La mayoría de las veces, lo único que podemos hacer es mantenerle con vida hasta, darle ese tiempo que necesita para crecer, y así poder recibir un corazón adulto.
He visto esas lágrimas más veces de las que he deseado, y las que estaba viendo en el rostro de Jade tenían el mismo aspecto, el de una persona que sufre por dentro un dolor contra el que no puede luchar, de los que no se pueden curar con tratamiento médico.
—Nada. —Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, mientras trataba de ocultarme su rostro. —Estaré bien en un momento.
—Tienes pinta de necesitar desahogarte con alguien. —Me senté a su lado, ofreciéndome a ser ese oído que escuche sus penas.
—No voy a aburrirte con mis dramas. —Se sorbió un moco, un gesto poco femenino, pero que a mí me pareció tierno. Le tendí el pañuelo que siempre llevaba en uno de los bolsillos de mi chaqueta. —Gracias. —dijo al tomarlo. Lo miró extrañada, sabía que era por lo inusual de llevar encima un pañuelo de tela.
—Tú me cuentas lo tuyo y yo te cuento lo mío. —Un amago de sonrisa apareció brevemente en sus labios.
—He perdido a un paciente en el quirófano. —dijo de carrerilla, como si diciéndolo rápido doliese menos. Aunque por sus ojos no parecía que fuese así.
—No es como si le conocieras realmente. —le recordé. Que hablase de paciente indicaba que no era alguien conocido, sino le habría puesto nombre.
Un médico especialista no solo conoce bien la historia de sus pacientes, sino que tiene varias consultas con ellos. Aunque sean muchos, todos ellos son algo más que una historia clínica. Pero un anestesista apenas tiene una visita con el paciente, en la que revisa los antecedentes y le da las instrucciones para la próxima intervención quirúrgica. Una sola consulta, y la mayoría de las veces la única.
—La operamos hace tres días de urgencias. Un politraumatismo severo por un accidente de tráfico. Ayer le volvimos a operar por una obstrucción. Y hoy no hemos podido cerrar la hemorragia interna a tiempo. —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, haciendo que las luces de las farolas titilaran en ellos, como la luna llena en un estanque.
—Ven aquí. —La estreché contra mi pecho, dándole el consuelo que solo el calor humano puede transmitir.
—Tenía solo 20 años, apenas había empezado a vivir. —dijo entre sollozos.
—Lo importante no es cuanto vivas, sino la calidad de esos momentos. —Es lo que les decía a los familiares de mis pacientes.
¿Qué es mejor? ¿vivir muchos años una vida miserable, llena de decepciones, alcohol, maltrato, vejaciones? ¿o una vida corta pero llena de amor y calor familiar? Puede que piensen que no tiene mucho valor que lo diga un hombre de 30 años que ha vivido lo suyo. Pero sé de lo que hablo cuando digo que el calor familiar es importante. No porque mis padres me lo negaran, ellos dos son los únicos normales de la familia. Pero sí que he padecido la fría distancia de los que se consideran élite de la comunidad. Fríos, distantes y ególatras, atributos que para mí no encajan con una vida familiar sana y mucho menos aconsejable.
—Ella no tuvo tiempo de averiguarlo. —dijo con pena.
—¿Sabes lo que me dice mi padre? No malgastes tu tiempo en lamentar aquello que no puedes hacer nada por cambiar. Centra tus esfuerzos en aquello que sí puedes hacer.
—¿Me estás diciendo que pase página? —dijo confundida.
—No, te digo que llorar está bien, que necesitas exorcizar eso que te provoca angustia. Pero que debes pensar no en aquellos que has perdido, sino en aquellos que aún están por salvar. Tienes que luchar por ellos. No podrás ganar todas las batallas, pero merecerá la pena por aquellos que sobrevivan. —Su sonrisa creció.
—Gracias, necesitaba que me lo recordasen. —Se puso en pie.
—De nada, para eso están los… Sé que acabo de llegar, pero me gustaría que fuésemos amigos. —le pedí.
—No sabes dónde te has metido. Pero de acuerdo, amigos. —Me tendió la mano para formalizar nuestro trato. Por supuesto, acepté esa invitación.
—Bien, amiga. Ahora ¿puedes indicarme dónde puedo tomar un taxi?
—Jamás permitiría que un amigo mío tomase un taxi si yo puedo llevarle, pero por desgracia todavía me quedan dos horas de mi turno de guardia, así que por esta vez voy a indicarte. La parada de taxis está a 20 metros de la izquierda de la entrada del hospital. A la derecha tienes la parada de autobuses. ¿Dónde te alojas? —Sonreí ligeramente avergonzado ante su pregunta.
—Sé que es poco de turistas o de raritos, pero estoy en el Luxor. Y antes de que digas nada, soy de esos a los que les gustan las civilizaciones clásicas, solo eso. —Jade ladeó la cabeza.
—Entonces, ¿no habría sido mejor el Caesar Palace? Lo digo por lo de clásicos. —Me rasqué la cabeza tratando de buscar una manera coherente de hacer encajar mis gustos.
—Ya, los griegos y los romanos están bien. Son el origen de la civilización moderna y todo eso; pensadores, filósofos. Pero a mí me han seducido siempre los egipcios. Ellos tampoco se quedaron atrás en medicina, arte… —Su cultura siempre me fascinó. Ellos sí que sabían hacer las cosas a lo grande, y no solo me refiero a los monumentos funerarios.
—Un fan de la momificación. Nunca lo habría imaginado. —¿Qué?
—No, no. Nada de eso.
—Era broma. —dijo con una deslumbrante sonrisa. Solo por verla sonreír de aquella manera merecía la pena decir alguna tontería más.
—Aunque tengo que reconocer que me pasé por el museo de el Cairo a echarles un vistazo. Algunas tienen una dentadura estupenda.
—Ojalá algún día pudiese ir a visitar ese museo. —¿Por qué me golpeó una imagen de ella y yo admirando las pirámides desde un barco que navegaba el Nilo?
—Me encantaría hacerte alguna sugerencia cuando lo hagas. —me ofrecí.
—Bueno, eso será en otra vida, cuando pueda ahorrar lo suficiente como para permitirme unas vacaciones como esas. —reconoció. —Los anestesistas no cobramos tanto como los cardiólogos. —Su teléfono comenzó a sonar. —Creo que tengo que dejarte, el deber me llama. —dijo mientras revisaba la pantalla.
—Tranquila, nos veremos mañana.
Lo último que vi fue como se llevaba el teléfono a la oreja y desaparecía en dirección al hospital. Me sentí bien por haberla ayudado a superar su dolor. Para que luego mamá diga que no es fácil hacerme feliz. Solo necesitaba hacer reír a una chica. Una chica con rostro de duende.
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