Saqué unas sábanas limpias del armario y las cambié por las que estaban en mi cama. Me quité la ropa, la dejé cerca y bien doblada, sobre todo los zapatos y los pantalones, porque si necesitaba salir deprisa, esas dos prendas y el revolver que descansaría bajo mi almohada, sería todo lo que necesitaría.
Recuerdo como era dormir como una piedra cuando era niño, no me enteraba de nada, pero eso había cambiado, ahora el mínimo ruido me sacaba del sueño. Mi cabeza estaba girada hacia la puerta del cuarto, mi mano a unos centímetros del arma bajo mi oreja, y las persianas medio levantadas para dejar que la luz exterior iluminara ligeramente la estancia. La luz de las farolas que me molestaba de niño, ahora era mi apoyo nocturno.
No sé si sería el regresar a mi viejo colchón, el familiar mullido de mi almohada, la seguridad del arma, o la facilidad que había adquirido para dormir en cualquier lugar y posición, el caso es que enseguida entré en el reino de Morfeo. Las imágenes del pasado llegaron a mí claras, nítidas, llevándome olores de sangre, de carne rasgándose, de huesos crujiendo… Pero no eran malos recuerdos, no eran imágenes de muerte, ni de dolor, ni de violencia, eran todo lo contrario.
El enorme cuchillo volvió a golpear la madera con fuerza, haciendo que el hueso crujiera y se partiera bajo su peso. Algunas astillas volaron cerca de mí, pero eso no me importó. Mis ojos estaban sobre los ojos más hermosos e indomables nunca podría olvidar.
—Esto se está convirtiendo en una costumbre. – Me acusó. ¿Qué podía decir?, su personalidad, su carácter fuerte me tenían subyugado. Estaba deslumbrado por la seguridad y autosuficiencia que emanaba aquella… ¿adolescente? No parecía ser una niña, pero tampoco era una mujer. Su cuerpo era esbelto, su piernas y brazos delgaduchos, pero sus bíceps estaban firmes y fuertes. Estaba acostumbrada al trabajo duro, y la soltura con la que manejaba el cuchillo, cualquiera de ellos, dejaba entrever que podía ser peligrosa, y aun así, ella no me daba miedo.
—Solo quería asegurarme de que no habías tenido problemas por mi culpa.
—Yo asumí el riesgo, así que las consecuencias también son cosa mía. – Era dura, tenía que reconocerlo.
—Entonces ¿no tengo que hablar con tu jefe? – La punta del cuchillo me apuntó con rapidez.
—A mi jefe no le metas en esto. – Alcé las manos en señal de rendición.
—Vale.
—Bastante tiene con lo suyo. – No quería preguntar.
—No es habitual ver a una mujer trabajando en una carnicería. – Apoyé mi espalda en la pared, manteniéndome dentro de la estancia, pero no demasiado lejos de la puerta por si tenía que salir.
Había esperado a que la tienda cerrase, y que el dueño apagara las luces, antes de irse a su casa. Lo de las tiendas con vivienda tenía sus ventajas, como que no tenías un largo camino que recorrer ni exponerte a que algún maleante de robase las llaves o la recaudación del día. El señor Costas vivía en la planta superior con su familia, pero no era él el que me interesaba.
—¿Crees que no puedo despiezar un cerdo por ser chica?, pues siento decepcionarte. – Vaya, estaba demasiado arisca.
—No he dicho que no puedas, a la vista está que sí. Solo he comentado que no es habitual. – Mi respuesta pareció gustarle, porque dejó el cuchillo sobre el taco de madera y empezó a retirar los huesos de la superficie tirándolos a un cubo.
—Se suponía que solo tenía que limpiar, pero ya ves que me ascendieron.
—Eso es porque serás buena. – Ella torció la boca, y después dejó el cuchillo en el fregadero para limpiarlo.
—O porque soy barata. – Esa también era una buena opción.
—Entonces puede que aceptes una compensación por haberme ayudado. ¿Qué te parecen 20 dólares? – Estaba sacando el billete de mi bolsillo cuando ella respondió.
—No lo hice por el dinero. – Tenía orgullo. Pero antes de que bajara la mano y lo guardara, el billete voló de mi mano a la suya. – Pero soy pobre y necesito zapatos nuevos. – Instintivamente miré sus pies, donde sobresalían unas horrorosas, enormes y ensangrentadas botas de agua. Supongo que sería sangre, pero había restos adheridos a ellas que tenían otra tonalidad, consistencia y … mejor no pensar en qué era.
—Son tuyos, puedes usarlos como quieras. – Mis ojos siguieron el billete, sin perder detalle de como desaparecía dentro de su escote. Vaya, no solo las prostitutas escondían sus ganancias en esos sitios, ¿sería esa la hucha femenina standard?
—Tengo curiosidad, ¿Cómo un crío pasa de estar siendo perseguido como un pobre ratón, a regalar veinte dólares como si le sobrase el dinero? – Que me llamara crío me molestó, ella tampoco parecía mucho más mayor que yo.
—No soy ningún niño. – Ella se giró hacia mí después de colgar su delantal en la pared. La chica no perdía el tiempo, en un momento había recogido todo el estropicio que había hecho con los huesos.
—Déjame adivinar, ¿16? – Estaba claro que ella había recalculado la cifra en su cabeza.
—Cumplí 15 la semana pasada. – Y mi regalo de cumpleaños iba a ser la muerte de cara de perro, pero lamentablemente fallé. Entonces una idea estúpida cruzó mi cabeza. —No lo celebré como es debido, ¿qué te parece si te invito a cenar y a cambio consigo a alguien que me cante el cumpleaños feliz? – No esperé que aceptaría, pero cuando sus dientes mordieron su labio inferior supe que me había equivocado.
—¿A un restaurante de verdad? – Por primera vez sus manos se quedaron quietas, esperando.
—Un restaurante, una hamburguesería, lo que quieras. – Ya podía imaginarme en una de esas cafeterías que parecen vagones de tren, sentado en una mesa, con una hamburguesa en la mano, un plato con patas fritas, y una Coca-Cola bien fría en la mano.
—Hamburguesa no, gracias. No comeré una carne que no haya picado yo misma, no tienes ni idea de lo que meten algunos en la trituradora. – Acababa de escuchar como la aguja raspaba toda la superficie del disco de vinilo de lado a lado.
—¿Y qué sugieres? – Y así fue como acabamos comiendo una pizza caliente en la azotea de un hotel. Desde nuestro improvisado banco, podíamos ver las luces de neón de la ciudad, mucho más brillantes y de una paleta de colores mucho más amplia
Entre bocado y bocado de pizza, yo le conté a grandes trazos mi vida, y yo descubrí que ella tenía 16, que el dinero en su familia escaseaba, y que por eso ella había tenido que empezar a trabajar en la carnicería. Al principio solo eran unas horas para limpiar a medio día y por la noche, y ayudar con las tareas de la casa a la señora Costas que estaba embarazada. Pero con el bebé tan pequeño, ella no podía regresar a la carnicería para ayudar a su esposo, así que Mirna se convirtió en su asistente en la carnicería, y también ayudaba en la casa.
Algunos días regresaba a su casa, pero la mayoría de ellos se quedaba a dormir en una habitación que los Costas habían preparado para ella. Tampoco es que estuviese loca por ir con su familia, porque lo único que parecían querer de ella era el dinero que podía llevar a casa, y si además acompañaba el paquete con algunas sobras de la carnicería, pues más que encantados.
Lo que no esperaba, es que después de unas cervezas frías y una pizza, yo acabase recibiendo el mejor regalo de mi vida, y la que me lo dio fue una chica que acababa de conocer y a la que acababa de abrirle mi corazón. Nunca antes me había atrevido a tanto, nunca antes había dejado que alguien mirase dentro, y nunca antes alguien había intentado sanar las heridas que seguían abiertas. De alguna manera, por una noche, ella consiguió que olvidara mi dolor, ella me hizo sentir más vivo que nunca.
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