Recorrí la casa, dejando que mis dedos arrastraran la densa capa de polvo que había sobre los muebles. Escuchando el familiar sonido de la madera crujiendo bajo mis pies. Había soñado incontables veces que regresaba a esta casa, y en la mayoría de ellas, mis recuerdos eran igual de oscuros e intangibles, quizás era porque a medida que el tiempo pasaba, mis esperanzas de regresar se esfumaban y mis recuerdos se desvanecían a la misma velocidad. Llegó un momento que pensé que nunca regresaría, pero el destino decidió ponerme en juego de nuevo.
Recordar el motivo que me había devuelto a Las Vegas me obligó a centrarme otra vez en el auténtico motivo por el que estaba aquí, en mi casa. Había venido a proveerme de algo que necesitaba con urgencia. Caminé hacia mi habitación, donde cuatro años después mis sábanas aún seguían revueltas. Corina dejó de entrar en la casa cuando que me mudé con Ruth y Jacob, pero no regresó cuando yo lo hice. Era un salvaje imposible de domesticar, o eso era lo que decía Jacob, por eso me echó de su casa, o me fui, qué más daba como ocurrió. El caso es que yo era el único que entraba en mi casa, el que se encargaba de recoger la ropa sucia y subirla a la casa de Jacob para que Ruth me la lavara, creo que a escondidas de su marido. Según le oí decir una vez, si me veía obligado a hacer todo lo que ellos hacían por mí, me daría cuenta del trabajo y esfuerzo que implicaban.
¿Quitar el polvo? Aquí nunca lo hice, ¿lavar mi ropa? tampoco, ¿hacer mi cama? estiraba mis sábanas justo antes de meterme a dormir. Era un desastre cabezota, desorganizado y según mi nariz un poco cerdo. Pero por fortuna había aprendido, no por las buenas, y no gracias a Jabob.
Me puse de rodillas bajo el radiador, palpé el rodapié hasta aflojar la madera que cubría mi antiguo escondite, y la retiré para sacar la caja de metal que aún seguía allí. Lo primero que encontré fue el bulto de tela vieja y sucia; yo sabía que aquellas manchas eran de sangre. Con cuidado desenvolví el primer revolver que estaba dentro. Abrí el tambor de carga con rapidez, con la soltura de quién está familiarizado con este tipo de armas, con cualquier arma, desde un sencillo cuchillo doméstico, a un robusto Ak-47. Como buen soldado de la Bratva, tenía que estar preparado para ganar cualquier guerra, y si era necesario, empezarla. Y yo era un buen soldado, o eso pensaba mi superior, Lev. Él fue el que me envió aquí, él fue el que me dio la libertad, o casi. Si deseaba ser libre, tenía que pagar un alto precio, pero no me engañaba, conseguirlo me ataba más a ellos. Podía estar a miles de kilómetros, podía estar lejos de su influencia, pero nadie salía de la Bratva una vez que estaba dentro. Y yo me había iniciado con ellos, era un soldado más, un peón que tenía todas las actitudes para convertirse en un alfil, alguien que prometía. Lev vio eso en mí, Lev vio la llama que ardía dentro de mí y se aprovechó de ella. Ahora tenía una misión que ejecutar, pero la tenía que hacer solo. A cambio, no solo obtendría mi libertad, sino que conseguiría mi ansiada venganza.
Lo primero que tenía que hacer era limpiar ese desatendido revolver, ponerle a punto, cargarle de balas, y empezar a usarlo. Vacié las tres balas que le quedaban en mi mano y las dejé aparte. Desenvolví el segundo revolver, el que sabía que estaba vacío, y lo aparté con reverencia. Después, me centré en el abultado sobre que quedaba dentro de la lata. Lo abrí, pasé mi pulgar por el borde del fajo de billetes, saqué unos cuantos cientos y volví a cerrarlo. Pero antes de devolverlo a su lugar, los malditos recuerdos volvieron a golpearme.
Desde el momento en que Nikolay y yo nos quedamos solos, adquirimos una extraña rutina. Nunca seguíamos las mismas pautas, cambiábamos de horario, de rutas, aunque siempre pasábamos la noche en casa. De vez en cuando me presentaba en su gimnasio, unas veces iba a comer allí con él, otras acudía por la tarde, en ocasiones solo me presentaba al cierre para acompañarle a casa…Nikolay insistió en que no fuéramos predecibles al 100%. Aunque yo estaba sujeto por el colegio y él por sus obligaciones en el gimnasio, el resto de nuestro horario era imposible de adivinar. Nosotros lo preparábamos cada mañana, para así los dos saber dónde estaría el otro a lo largo del día. Si algo ocurría, el uno sabría dónde encontrar al otro. El asesinato de Viktor nos enseñó a siempre mirar a nuestro alrededor, a vigilar constantemente, y sobre todo, a ir armados.
Nikola se hizo con un revolver del que no se separaba en ningún momento, y algunos fines de semana íbamos al desierto a practicar con él. No tuvo más opción que enseñarme, porque yo aprendería con él o por mis propios medios. Cedió, pero me hizo prometer que no lo usaría a menos que fuese estrictamente necesario. Él decía que si salías a la calle con un arma, era porque tenías intención de usarla, y yo era demasiado joven para asumir las consecuencias de su uso. En aquel momento pensé que se refería al hecho de ir a la cárcel, pero ahora sabía realmente lo que era en realidad. Cada vez que matas a una persona, una parte de ti muere. Poco a poco pierdes la humanidad, dejas de sentir remordimientos, lástima y sobre todo, miedo. Ya no temes por perder tu propia vida, o al menos es lo que me ocurría a mí. La muerte se había convertido en una conocida con la que quedaba de vez en cuando a tomar un té. No me asustaba, porque no tenía nada que perder, ya no me quedaba nada, bueno, casi nada. La venganza era la único que había sobrevivido, pero parecía haberse acomodado hasta el momento en que yo estuviese preparado para darle la mano y empezar a caminar juntos de nuevo.
Cuando empecé a perseguir a aquellos hijos de puta, me topé con muchas dificultades. No por mi edad, en los bajos fondos ser joven no marca la diferencia, sino la experiencia. Había prostitutas de 16 años que tenían más carrera que algunas de 25. Yo era las dos cosas, joven e inexperto, y tenía demasiadas ganas de ir deprisa. Con la Bratva aprendí muchas cosas, una de ellas que a toda lucha había que ir preparado para ganar, y si no tenías las herramientas adecuadas, era muy probable que el muerto fueses tú.
Yo me creía más que el resto, pero es que sólo me comparaba con los niños de mi colegio, con los rebeldes con los que me alié para aprender de ellos, porque si ellos imponían el miedo, yo tenía que ser capaz de tener sus habilidades. Así es como aprendía usar una navaja. Por aquel entonces pensé que hacer una teatral apertura de una navaja mariposa impresionaría a mi adversario, hasta el punto de que no tendría que ir mucho más allá para conseguir lo que quería. Y eso podía funcionar con los niños y adolescentes que todavía iban al colegio, pero no ocurría cuando jugabas en las ligas mayores. No porque ellos supieran manejarse en una pelea de cuchillos, sino porque muchos tenían armas con las que una pequeña navaja nunca podría competir. Yo tendría que acercarme a mi objetivo para poder asestarle una cuchillada, y nadie decía que no fuese herido en el proceso. Con un arma, solo tenía que poner el cañón en la dirección correcta y apretar el gatillo, ni si quiera tenía que estar cerca.
Tuve que crecer para comprender muchas de las enseñanzas de Viktor y Nikolay, tuve que cometer errores para darme cuenta de su auténtico significado. Guardaría en mi memoria todas y cada una de sus palabras, porque no solo eran su más preciado legado, sino que los mantendría a mi lado hasta el final de mis días.
Caminé a la cocina con las armas en mis manos, giré el interruptor de la luz, que aún funcionaba, y busqué un paño. Pieza a pieza desmonté el primer revolver, y limpié cada parte a conciencia. Era lo suficientemente tarde como para irme a dormir, pero el soldado que llevaba dentro no estaría tranquilo hasta que tuviese un arma operativa con la que defenderme.
Por la mañana tendría que hacerme con aceite para engrasarla, con balas para rellenarla, pero por esa noche tendría que bastar. Ensamblé de nuevo el arma, apunté hacia mi reflejo en el cristal de la alacena, y apreté el gatillo. Funcionaba. Revisé de nuevo los engranajes, y metí dentro las tres balas que poseía.
Tomé en mis manos el otro revolver, el que una vez estuvo en las manos de mi hermano Viktor, el que una vez albergó una única bala, y que yo utilicé para cumplir con mi promesa de venganza. Pero una bala no fue suficiente, así que mientras el tipo estaba tendido en el suelo, intentando comprender como un mocoso de 15 años había metido esa bala en su pecho, yo corrí hacia él, le arrebaté el arma que seguía en la funda en su cinturón, y amartillé el percutor unas cuantas veces hasta que estuve satisfecho. Esas tres balas y el revolver no fueron lo único que conseguí de ese día, maté al primero de todos, pero el cabrón me la jugó incluso después de muerto, porque por su culpa, tuve que salir huyendo, no solo de la ciudad, sino del país. Los tentáculos de la mafia italiana son largos, pero yo escapé de ellos, y había vuelto para seguir con el resto de nombres de la lista.
Cuando regresé al cuarto, saqué la pequeña libreta del fondo de la lata, abrí sus páginas hasta encontrar la lista con los dos nombres tachados en ella. De los 7 que participaron en la emboscada de mi hermano, él se llevó por delante al primero, y yo ya había tachado al segundo. El resto caerían lentamente, uno a uno, empezando por aquellos que se quedaron en Las Vegas después del asesinato de mi hermano. Martinelli desapareció de Las Vegas junto con el del agujero en la mejilla y al que le faltaba una oreja, pero todavía me quedaban cara de perro y unicejo. Compraría munición para ellos, balas para el revolver de mi hermano, pues sería con ese con el que completaría mi venganza, nuestra venganza. Mis hermanos la comenzaron, yo la terminaría.
Seguir leyendo