Al mismo tiempo, en Las Vegas….
Viktor
Ser Vasiliev tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Lo malo es que hay sitios en los que mi apellido puede traerme problemas, lo bueno, es que sin siquiera pronunciarlo, nos hace diferentes. Soy Vasiliev, por eso a mis 17 años soy más alto que el resto de los chicos de mi edad. Papá nos enseñó a defendernos desde bien pequeños a mis hermanos y a mí, así que mi cuerpo está más desarrollado que los de mis compañeros de clase. Y por eso, tengo 17, pero ningún portero de ningún club me pedirá nunca la identificación. ¿21 años? Puedo aparentarlos, y si no, puedo golpear como si los tuviera.
Y lo mejor de todo, es meterle mano una chica con mucha más experiencia que yo. Y en eso estaba, comiéndole la boca a una rubia de tetas grandes y culo pequeño en la parte trasera de un club que no era de los de mi padre. Es difícil que el diablo no se entere de lo que hacen sus hijos, pero todavía podía encontrar sitios donde hacerlo.
—Vamos a la parte de atrás. —Me sugirió ella mientras la apretaba contra la pared del pasillo del almacén. La sugerencia me encantó, porque en ese momento todo mi cuerpo estaba ardiendo. Tenía que tirármela y acabar con ello. Los dos sabíamos a qué veníamos, los dos éramos adultos, bueno, ella más que yo, y los dos sabíamos que no habría un después. Era solo un “aquí te pillo, aquí te mato”.
—Te sigo. —¿Por qué me dejaba arrastrar? Porque ella era una de las camareras y conocía el lugar. Tiró de mi mano para llevarme a la puerta que comunicaba con la parte trasera. Abrió de un empujón, y luego me aplastó contra la pared. Estaba claro que de los dos, ella estaba mucho más caliente que yo, y eso era decir mucho, porque mis venas llevaban fuego.
Estaba ansioso por bajarle los pantalones, sacar mi herramienta, y ponerme a trabajar debajo de su capó. Pero mis entrenados sentidos percibieron algo que no podía pasar por alto. Alguien estaba peleando, y por el choque de metal, los gritos y las palabrotas, supe que era una pelea de las gordas. Un golpe realmente brusco nos hizo sobresaltarnos a ambos. La aparté de mí, dispuesto a ver qué ocurría.
—Entra dentro, voy a ver qué ocurre.
—No vayas. —Suplicó ella sujetándome por la camiseta. Aferré sus manos para soltarlas con delicadeza.
—Tranquila, sé dónde no tengo que meterme. —Le sonreí para tranquilizarla, aunque supongo que no lo suficiente. Antes de comprobar si me había obedecido, ya estaba corriendo hacia el aparcamiento que comunicaba con aquel callejón.
—¿Vas a levantarte?, porque todavía puedo darte más. —gritó un hombre joven.
—La próxima vez te lo pensarás dos veces antes de meter las narices dónde no debes. —Me acerqué lo suficiente para ver toda la escena. Eran 5 tipos contra un pobre chico al que tenían acorralado contra un contenedor de basura, o mejor dicho, el contenedor impedía que el chico cayera contra el asfalto. Pude notar que llevaba uno de esos delantales de lavaplatos, su camiseta era vieja, y le sangraba la nariz.
Mis puños se apretaron instintivamente. ¡Malditos abusones! No sabía el motivo de la pelea, ni falta que me hacía, pero que 5 tipos golpearan a 1 estaba descompensado. Y no, no es que uno golpeara y los otros miraran, es que dos de ellos le estaban dando patadas en las piernas para que no se levantara. Lo dicho, unos abusones.
Hay una regla de la calle que dice que no debes meterte en los asuntos de otros, sobre todo cuando le están ajustando las cuentas a otro. Pero los Vasiliev teníamos otra mucho más importante; a los abusones había que ponerlos en su lugar.
—¡Eh! —grité. Todos se quedaron quietos. Los tipos esperando a ver qué traía el desconocido que los interrumpía ¿un arma?, ¿compañeros? Mientras intentaban descubrirlo me acerqué al muchacho. —Si pierdes, es porque les dejas ganar. —Eso es lo que siempre dice mi padre.
—Son más fuertes. —Yo solo veía a más tipos. Si fuese una pelea justa, el chico habría podido defenderse.
—Yo te ayudaré si quieres, pero tendrás que prometerme que no te rendirás. —Justo en ese momento los 5 macarras decidieron que también acabarían conmigo. Ellos pensarían que iban a ganar, yo no iba a rendirme, así que tendrían que pagar muy cara esa victoria.
Hay algo que cualquier Vasiliev con pelotas sabe hacer mejor que muchos, y es pelear con los puños. No es cuestión de técnica, no es cuestión de práctica, es cuestión de agallas, de tenacidad y de no rendirse. Donde otros tiran la toalla, un Vasiliev no lo hace, esa palabra salió de mi diccionario hace ya bastante tiempo.
Así que peleé, levanté mis puños y me defendí, no con mucha suerte al principio, pero en cuanto ese idiota al que había ido a salvar movió su culo, las cosas mejoraron. No tardamos mucho en encontrar nuestro propio ritmo, en convertirnos en una bien avenida pareja de baile. Si estuviésemos menos cansados, y ellos hubiesen sido uno menos, las cosas habrían terminado diferente. Aunque tampoco me quejo estábamos de una pieza cuando el gorila del club, supongo que alertado por la camarera con la que trataba de darme el lote.
Cuando aquellos tipos salieron por piernas del aparcamiento, mi cuerpo calló desmadejado contra un viejo sedán, no recuerdo el color. No pudimos hablar en un buen rato, nuestra prioridad era tratar de llevar tanto oxígeno como fuese posible a nuestro maltratado cuerpo. Tengo que reconocerlo, allí sentados sobre el asfalto, cubiertos de sangre, la mayor parte nuestra, suciedad, y con los nudillos pelados, éramos una imagen patética. No llegaría a llamarnos perdedores, porque una cosa es no ganar y otra perder.
Pero lo que no imaginé es que aquella pelea me había regalado un subidón de adrenalina que no lo habría conseguido alcanzar con la chica que trataba de beneficiarme. Vale, no se puede comparar el sexo con una buena pelea, pero había ocurrido algo que no esperaba, y ¡eh!, no estoy diciendo que me encante sentir dolor, pero, en ese momento, me sentí más vivo de lo que había estado en mucho tiempo. Y no me refiero a la violencia, sino al hecho de pelear junto a alguien, entregarlo todo, para darle a esa persona una mejor oportunidad.
No sé por qué, pero nos pusimos a reír, o a intentarlo mientras recuperábamos el resuello. Supongo que salir vivos de aquella trifulca le daban ganas a uno de celebrar el seguir vivos.
—Eres un idiota. —Fue lo primero que dijo el chico cuando pudo reunir el suficiente aire en sus pulmones para hablar. —Pero gracias. —Tendió su mano hacia mi para estrecharla. Me estaba gustando este pobre chico. Veía las cosas como eran, y al mismo tiempo era agradecido.
—Viktor. —Dije cuando estreché su sucia mano.
—Igor. —Fue ahí cuando solté una fuerte carcajada.
—¿En serio? —Él me miró extrañado.
—¿A qué te refieres?
—Estamos en pleno barrio hispano. ¿Cuántas posibilidades hay de que se encuentren dos rusos? —Su ceño se frunció más.
—¿Cómo sabes que soy ruso? Vine aquí de tan pequeño que ni siquiera tengo acento. —Detalles, era importante fijarse en todos ellos, algo que aprendía hace tiempo.
—Por tu forma de pronunciar tu nombre. Solo alguien acostumbrado a hablar en ruso le da esa modulación.
—¡Eh!, pinche. Será mejor que entres, el trabajo se te acumula. —El matón de seguridad del club regresó con las manos vacías, y no tenía otra cosa para desahogarse que meterse con el pobre chico. Él se puso en pie con torpeza, consecuencia de su dolorido cuerpo, e intentó sacudirse la suciedad de encima. Me quedé observando todo el proceso, hasta que me tendió su mano para ayudarme a poner en pie.
—Será mejor que vuelva. Los platos no van a lavarse solos. —Su cara me decía que no le entusiasmaba demasiado el trabajo, supongo que a ninguno lo hace. Pero tenía que hacerlo, y cuando eso ocurre, es que el dinero escasea en tu vida.
—¿Por qué te golpeaban esos matones? —Señalé con la cabeza al lugar por donde habían desaparecido, mientras caminábamos hacia la puerta.
—Yo solo salía a tirar la basura al contenedor. Supongo que pillé a uno de los cocineros haciendo algo que no debía, y sus amigos se encargaron de cerrarme la boca. —Era un buen chico, demasiado confiado, porque ese tipo de información no se le daba a un desconocido, aunque acabara de salvarte el pellejo.
—Nada peor que estar en un mal lugar en el momento menos oportuno. —Sencillamente, mala suerte. El karma es una mierda, pero ese karma me había puesto en su camino.
—Mala suerte. —Se encogió de hombros y estuvo a punto de desaparecer tras la puerta cuando le pregunté.
—¿A qué hora terminas tu turno? —Él me miró extrañado.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque me han dicho que para este tipo de golpes lo mejor es el vodka, y no me gusta beber solo. —Él asintió con una pequeña sonrisa.
—Dentro de una hora estaré fuera.
—Entonces aquí te espero. —Ese día decidí que Igor merecía algo más que terminar sus días fregando platos.
Seguir leyendo