Hacía tiempo que no soñaba. Hacía tiempo que no me despertaba bañado en sudor, con la imagen de mi padre con la cara destrozada metido en aquel ataúd de cartón. No teníamos dinero para una caja de madera, así que nos dieron lo más barato que había. Casi era de papel. Pero no era el remordimiento por no darle un entierro digno lo que me carcomía, era el saber que lo habían destrozado a golpes, y la policía no iba a hacer nada por encontrar al tipo que lo hizo. Eran luchas clandestinas, todos sabemos a qué nos exponemos cuando nos metemos en una de ellas.
La policía o está corrupta o tiene las manos atadas en esta ciudad. ¿Qué esperaba? Era el dinero de la mafia el que estaba metido en todos los negocios, el que había convertido Las Vegas en lo que era, la capital del juego, del alcohol y la prostitución. El Pink Flamingo era el buque insignia de la mafia italiana desde 1946, y era lo más grande y lujoso que uno podía encontrarse en este país. Incluso el año pasado rodaron una película en él, Ocean´s eleven se llamaba.
Solo he pisado ese hotel una vez, y no creo que vuelva a hacerlo. No es porque no me guste el lujo, es porque los italianos no me ven con buenos ojos. Soy el que tumba a sus chicos, soy el que no les deja ganar dinero. Habría sido más fácil trabajar para ellos, pero no quería ser un peón al que su dueño le da órdenes; ahora ganas, ahora pierdes. Si yo entro en el ring es para ganar, todos lo saben.
En una ciudad como esta es difícil no estar bajo el puño de la mafia, pero con mi familia no han podido. Mi padre, mi hermano… Si después de lo que les ocurrió a ellos yo no cedí, no lo haría nunca. ¿Amenazas? Llegaron, pero cuando liquidé en el ring a los dos asesinos que destrozaron a mi familia, todos en esta ciudad supieron que conmigo no se podía.
La mafia italiana tiene a sus luchadores, la irlandesa a los suyos, y no les importa amañar combates con el fin de ganar dinero con las apuestas. A mi no me habían parado los pies porque la gente apuesta mucho cuando yo peleo. Es beneficioso para todos, para ellos y para mí. Puede que mi suerte cambie algún día, pero estaré preparado para salir de allí cuando eso ocurriese. Estoy trabajando en ello.
Como decía, hacía tiempo que mis recuerdos, mis miedos no se metían en mis sueños para atormentarme. Llegaba tan cansado a la cama por los entrenamientos y las peleas, que no soñaba. Pero eso había cambiado, pero tampoco era malo. ¿Por qué? Porque había soñado algo diferente, había soñado con el diablo. Ella. Sus piernas interminables, sus caderas redondeadas, sus ojos seductores, y su boca, su pecaminosa boca.
En mi sueño, mis manos no solo se perdían entre los sedosos mechones de su cabello, no solo la acercaba a mi cuerpo para sentir su calidez. La besé, mi boca devoraba la suya con el hambre que había dejado insatisfecha la noche anterior. Y sabía malditamente bien. Su piel era seda, sus labios eran como una manzana bañada en caramelo; firmes, jugosos y muy dulces. Sus manos electrizaban cada centímetro de mi piel que tocaba, y se sentía bien.
¿Por qué me desperté antes de mi hora?, ¿por qué no pude volver a dormir?, ¿por qué salí a correr antes de que el sol se levantara?, porque era un maldito sueño.
—Di mi nombre, nena. Di mi nombre. – Le pedí. Quería una prueba de que era real, de que el maldito sueño no era precisamente eso, y sobre todo de que ella sabía que era conmigo con quién estaba, no con cualquiera de esos tipos patéticos que babeaban bajo sus pies. Pero ella no lo hizo, no pude ponerle voz porque nunca antes la he escuchado.
Tenía que volver, tenía que escuchar su voz, tenía que oírla decir mi nombre. A ser posible mientras gemía debajo de mi cuerpo, cuando estuviese golpeando su interior de la misma manera implacable que tumbaba a un contrincante, sin piedad. Tenía que dejarle claro quién mandaba, y sobre todo, tenía que sacármela de la cabeza. Estaba claro que me obsesionaba porque todavía no la había hecho mía. Ha habido otras, y siempre es igual. Pasada la excitación de la primera vez, la magia desaparece.
Solo necesitaba probarla, saciarme de ella, y sacarla de mi cabeza. No tenía tiempo de nada más, no podía permitirme nada más. Las peleas, mi familia; es todo en lo que necesito centrarme. Todo lo demás son distracciones.
Después de ducharme me acerqué a la habitación de mis hermanos. La casa no era una mansión, solo tenía dos habitaciones. La más grande era la de ellos, donde había dos camas. En la de la izquierda todavía dormía Nikita. Las sábanas que cubrían sus piernas todavía seguían estiradas. La de la derecha era la de Yuri, y sus sábanas eran un revoltijo, donde no se sabía donde empezaba la tela o terminaba su menudo cuerpo. 9 años. Dentro de poco su cuerpo empezaría a cambiar hasta convertirse en un pequeño hombre.
Me acerqué a la cama del pequeño y me senté en un hueco. ¿Cuántas veces podría disfrutar de un momento como este? Parecía tan inocente así dormido. Tan vulnerable, tan frágil. Acaricié su mata de pelo rubia, de la misma manera que hacía mamá. Tenía que cortárselo, ya estaba muy largo.
—Arriba trasto, hora de levantarse. – Todavía seguía llamándole de la misma manera que lo hacía mamá. Sus ojos se apretaron un poco más, negándose a abrirse.
—Un poco más. – Pidió.
—Tu verás, pero si llegas tarde no podré acompañarte. – Sus ojos se abrieron como un rayo, al tiempo que su sonrisa se abría, mostrándome aquel agujero del diente que le faltaba.
—Lo olvidé. – Saltó de la cama y corrió hacia el baño. No necesitaba preguntar a dónde iba, todos los hombres de esta casa hacemos lo mismo cuando nos despertábamos, aunque cada uno de la manera que podía. Y eso me recordaba, que Nikita necesitaría hacerlo pronto. Sus ojos ya estaban abiertos mirándome.
—Eres su ídolo. – Me recordó.
—Eso es porque soy el más guapo. – Bromeé. Pero los dos sabíamos que esa no era la razón. Yo era el único que quedaba en pie, el que luchaba y ganaba, y eso atraía a todos los niños de su edad, los héroes que siempre vencían al malo. Pero yo no era ningún héroe, yo peleaba y ganaba, pero a veces no era contra el malo, para mí solo era el enemigo, aunque fuese mejor persona que yo.
–Ya quisieras tu tener a las chicas tan locas como las tenía yo. En mis tiempos yo era el Marlon Brando del gimnasio. Todas suspiraban por mí. – En sus tiempos. No quise revolver esa mierda, porque seguía teniendo el mismo rostro atractivo, quizás la nariz un poco aplastada, pero ese no era el problema. Las chicas ya no veían su rostro, porque lo eclipsaban las ruedas de su silla. Un hombre impedido no era un buen marido, no podía trabajar, no podía cumplir en la cama… Todo eso eran ideas preconcebidas que Nikita se esforzó por romper, pero que nadie veía.
Su cuerpo giró para incorporarse y sentarse en la cama con la ayuda de sus fuertes brazos. Ya sabía lo que venía ahora. Antes de que se sintiera avergonzado por hacer sus necesidades matutinas en un orinal de metal, me puse en pie para alejarme de allí.
—Voy a calentar la leche del desayuno. – Estaba alcanzando el marco de la puerta, cuando Nikita intentó suavizar el ambiente. Seguro que sabía lo incómodo que me sentía al presenciar aquella muestra de su incapacidad.
—Café, un par de tostadas, unos huevos revueltos y zumo de naranja, por favor. – Él sabía igual que yo que aquellas exquisiteces nunca habían estado en nuestro menú, al menos no todas juntas y mucho menos de buena calidad. Huevos, solo desde que las peleas habían ido bien, y solo para el cuerpo que necesitaba ser cuidado, el mío, el del luchador.
—Veré que puedo hacer, señor Vasiliev. – Algún día, cuando no tuviésemos que pensar en guardar para el mañana, cuando dejáramos de calcular el dinero que había en nuestra cartera para comprar la comida de la semana. Sacudí la cabeza pensando en la estupidez que hice el día anterior. Dejar toda aquella suma de dinero a una mujer que no conocía. Ese dinero nos habría dado de comer durante mucho tiempo. Bueno, al menos suponía que le serviría a ella para precisamente eso, comer, pagar el alquiler… A fin de cuentas, ella tendría las mismas necesidades que nosotros.
El ruido del chorrito golpeando contra la pared de metal del orinal me hizo regresar al lugar donde estaba, en casa, con los míos. No debía volver a cometer una estupidez como quitarles el dinero que era suyo. ¿Tacaño? No, solo era cuestión de prioridades. Había cosas sin las que se podía vivir, otras no. Coches lujosos, ropa cara, joyas, cine, teatro, amantes, todo ello era prescindible, la comida y el techo bajo el que vivir no. El dinero que tenía debía durarnos mucho tiempo, y como no sabía hasta cuando, era cuestión de no malgastarlo.
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