Sabía el resultado de aquella pelea antes de meterme en ella. Sabía que acabaría con él herido o muerto, mejor lo primero porque había testigos. Y también sabía que él iba a pagar por lo que estaba haciéndole a la pobre chica.
Lo intentó, varias veces, pero no consiguió alcanzarme con la afilada hoja. Era un depravado que utilizaba una navaja para intimidar a sus víctimas, no alguien acostumbrado a pelear con ella, y esa era mi ventaja. En dos movimientos lo había desarmado, y le había dejado un profundo corte en esa parte de su anatomía que sobresalía de entre sus pantalones. El tipo gritó como un cerdo cuando sintió el metal rasgando su carne, y no duró mucho de pie. Se hizo un ovillo en el suelo mientras apretaba su flácido y malherido pene. Si antes me daba asco, ahora no había mejorado mucho.
—Cuando vayas a la policía a denunciarme, ya puedes tener una buena excusa para estar en el baño de mujeres con esa mierda fuera. – Le había dejado bien claro que denunciarme por la agresión, poner a la policía detrás de mí, sería como confesar lo que había ido a hacer allí.
Me giré hacia la chica, encontrándola acurrucada en la esquina más alejada del cubículo. Sus ojos abiertos desmesuradamente, asustada, con la cara llena de lágrimas, intentando protegerse con sus brazos apretados contra el pecho. Reconocí su cara, era una de mis admiradoras del autobús.
—¿Si puedes moverte será mejor que nos vallamos? – Le tendí la mano y ella la cogió. Nos detuve el tiempo justo para darle una pasada de agua a la navaja y cerrarla. Cuando pasamos por la puerta, se la tendí a ella. – Guárdala, puede que en algún momento la necesites. – ella no dijo nada, solo asintió, sorbió sus mocos siguió caminando a mi lado.
Podía haberla abrazado contra mí, podía haberla dado ese poco de consuelo que sabía que necesitaba, esa reconfortante sensación de estar a salvo, de que la protegería, pero no podía hacerlo. Darle eso la uniría a mí de una manera que no necesitaba en este momento. Debía ser solo un buen samaritano que la ayudó en un momento puntual cuando lo necesitaba, no un héroe salvador al que aferrarse en su desesperación. No podía ser más que un desconocido con el que compartió el mismo autobús, nada más. Ni nombres, ni agradecimientos, ni una conversación de amigos, nada.
Éramos los últimos en subir al autobús. Su amiga estaba esperándola nerviosa junto a la puerta, seguramente le había pedido al conductor que esperase un minuto más a su amiga. Si yo no hubiese aparecido, tal vez la habrían encontrado en los aseos más adelante, pero para ella ya sería demasiado tarde. Su amiga enseguida se dio cuenta de que algo la ocurría. No me entretuve a ver como su mirada acusadora pasaba de señalarme como el causante del estado agitado de su amiga, a convertirse en agradecimiento. Llegué hasta mi asiento, coloqué el petate en la parrilla superior, me acomodé, y cerré los ojos.
Había demasiado mal en el mundo, acechando en cada esquina. Estar preparado para cuando te asaltase era lo que la vida me había venido enseñado desde que era un niño. Pero los peores no eran los desgraciados que cometían sus fechorías sin ningún tipo de impunidad ni remordimientos, sino todos aquellos que se lo permitían. Para mí, no solo tenían culpa los que causaban el daño, sino los que miraban para otro lado, y peor aún, los que no hacían nada. La persona que me aleccionó en estos cuatro años que he estado en Rusia, me enseñó que hay que mirar más allá del que dispara, porque casi siempre hay alguien que dio la orden de hacerlo. Puedes culpar al arma, pero a quién hay que castigar es al que la usa. Si tiras del hilo, solo hay que seguir hasta llegar al final.
Aquel maldito policía, Monty, podía haber usado su arma para matar a mi hermano Viktor, para matar a Emy, pero el que había dado la orden estaba sentado en aquel coche, esperando que se cumplieran sus órdenes.
Aún recuerdo el día en que velamos los cuerpos de Viktor y Emy. Nikolay se había impuesto al tipo de la funeraria, y había conseguido que los dos estuvieran en el mismo ataúd. La gente que pasaba a darnos el pésame no hacía más que comentar lo hermoso que era que ellos dos estuviesen así, juntos, con las manos unidas. Yo me acerqué para verles por última vez, por tener un último recuerdo de ellos dos sin sangre encima.
Viktor estaba acostado como cualquier otro tipo en un ataúd, y Emy estaba sobre él, de esa manera que los había visto descansar más de una vez. Ella llevaba su vestido nuevo, haciendo que el azul resaltara su pelo oscuro. Según dijo Nikolay, ella tenía que llevarlo en esta ocasión, nadie más podría tenerlo. La mano de Emy estaba sobre el pecho de Viktor, donde él la sostenía. Verlos así, casi como estaban en vida, hizo que las lágrimas regresaran a mis ojos. Tuve que ir al baño para lavarme la cara y no parecer débil. Lo que no esperaba, es que al abrir la puerta para regresar a la sala del velatorio, encontrara al tipo del ojo morado llegando por el pasillo. La ira invadió mi cuerpo, mis puños se apretaron, pero tuve un momento de lucidez antes de lanzarme inútilmente contra él. Era solo un niño, y ellos eran varios hombres adultos. Si habían matado a mi hermano, también podrían matarme a mí, sobre todo porque no tenía con qué atacarlos. Pero no tuve tiempo de más, porque alguien salió a su encuentro. Estaba Nino, lo reconocía, pero no fue él quién se enfrentó a ojo morado, sino el tipo al que parecía acompañar, su jefe.
—Sabía que cometerías alguna estupidez como presentarte aquí. ¿No te ha parecido suficiente con lo que has hecho? ¿Necesitas regodearte en el sufrimiento de esta familia para sentirte más grande?
—Déjame pasar, Corso.
—De eso nada, Marinelli. El Don dio un orden, y tú la has quebrantado. Que sigas vivo no llego a comprenderlo, pero el Don no va a pasarte ninguna más. Estás fuera, Martinelli. Van a poner precio a tu cabeza si no has salido de la ciudad antes de mediodía. De Luca se ha lavado las manos contigo, ahora eres asunto de la Comisión, y ni siquiera Giancana moverá ya un solo dedo para salvarte el culo.
—No le necesito, ni a él ni a nadie. Tengo a mis propios hombres.
—¿Hasta qué punto de son leales? ¿Se jugarán el pellejo por un capricho tuyo? No lo creo. En cuanto la orden se haya puesto sobre la mesa, todos los desesperados de esta ciudad estarán buscándote para cobrar su recompensa, y no importará quién esté en su camino. Incluso puede que uno de tus hombres el que te traicione y acabe contigo, quién sabe.
—Nadie va a traicionarme.
—Sal de aquí, Carlo. O pasaré por alto que estamos en un lugar de duelo y yo mismo te meteré una bala en esa cabeza dura que tienes.
—Regresaré, Corso.
—Puede, pero no va a ser pronto.
En ese momento me di cuenta de varias cosas, la primera de todas es que ojo morado tenía nombre; Martinelli, Carlo Martinelli. La segunda, es que había alguien por encima de ese tal Corso y de Martinelli, y le llamaban el Don, un tal De Luca. Y que incluso este estaba subyugado a las decisiones de una Comisión. Pero lo peor de todo, es que ellos sabían lo que había hecho, que estaba mal, y aún así le permitían seguir vivo.
Cuando regresé a casa después del entierro, lo primero que hice fue ir a la libreta que estaba en el cajón de mi mesita de noche, y apuntar todos los nombres que acababa de descubrir. Ojo morado pasó a ser Carlo Martinelli, hice una raya para dividir a los asesinos materiales, y después escribí el nombre del Don, De Luca. Con Corso… él lo había dejado vivo, pero supongo que no podía ir en contra de las ordenes, porque a él si que podían matarlo. ¿Quién protegería a Carlo Martinelli? ¿Ese tal Giancana? ¿Cuánto poder tenía ese hombre?
Antes de comenzar mi venganza, tenía que averiguar muchas cosas. Esta claro que existía una enorme tela de araña que todo lo envolvía, pero la que movía los hilos que decidían el destino de todos era una enorme araña. Yo mataría a aquellos que usaron sus armas contra mi hermano, mataría al que dio la orden, pero también tendría que hacérselo pagar a aquellos que permitieron que lo hiciera y no rindiese cuentas por ello.
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