Grigor
La vida en el módulo B no era unas vacaciones, pero era mucho mejor que en el módulo C. Allí todo era una cuestión de supervivencia, y por alguna extraña razón, los problemas y la muerte parecían sentir una especial predilección por mi persona.
Lo primero que un preso aprende es a vigilar su espalda. Y sí, antes de entrar aquí, como buen Vasiliev, ya lo hacía. Pero la cárcel es algo diferente, aquí uno no tiene un lugar en el que sentirse seguro, el peligro acecha en cada rincón del edificio, en cada sombra, en cada persona. No se puede esperar otra cosa de un sitio donde se ha encerrado a lo peor de la sociedad. Aquí no solo cada uno intenta buscar su sitio, hacerse fuerte, más que el resto, sobrevivir, sino que los instintos más oscuros se sienten libres de tomar el control. Aquí dentro, ser el peor no solo te crea enemigos, sino amigos. Y no, ninguno es buena gente.
No soy una buena persona, he matado. Pero aquí ese es un delito común, y podría decir, que en mi caso, era incluso light. Aquí había gente que disfrutaba no solo acabar con otra gente, sino hacerlo con dolor, torturar, ensañarse. Siempre he creído que todo el mundo se equivoca, a fin de cuentas la base del aprendizaje del ser humano se basa en eso, en cometer errores y aprender de ellos. Pero la mayoría de la gente que había allí dentro no tenía excusa para salir, porque lo que habían aprendido era que lo que habían hecho era bueno, incluso muchos lo disfrutaron, y volverían a hacerlo. Por el bien de la humanidad, yo tiraría una bomba aquí dentro y nos mataría a todos. Lo sé, algunos tendrían salvación, pero era un pequeño precio a pagar por el bien común.
Pocos había que tuvieran una parte de sí mismos que mereciera ser salvado, como Rodry. Él llegó dos días después de la visita del abuelo Yuri. Cuando entró en la celda con su manta y aquel tatuaje en el cuello, solo pensé que tendría que volver a dejar las cosas claras. Era mi cuarto compañero de celda en esos tres meses, y por su dura mirada ya sabía que no iba a ser fácil de doblegar. Era un chico de la calle, un hispano que gritaba a los 4 vientos que era joven, no tanto como yo, pero que ya sabía desde hacía mucho que su esperanza de vida no era pasar de los 25. Era un pandillero, reclutado en el barrio por “las 30 monedas”, una de tantas bandas latinas que operaban en los barrios bajos. Pero todo eso lo supe después, cuando de alguna manera encontramos esa especie de equilibrio de tú cuidas de mí, yo cuido de ti.
Todo luchador aprende a reconocer a su adversario antes de meterse en una pelea. Estudia cada pequeño detalle que le diga a qué va a enfrentarse. Y eso hicimos ambos, nos miramos fijamente en silencio, uno frente al otro, por varios minutos. Lo catalogué lo suficiente como para saber que en menos de un par de horas ya se habría fabricado un cuchillo carcelario y estaría listo para la batalla. Así que hice lo que debía en ese momento, y no es golpearle, sino advertirle del riesgo que corría si pensaba que yo era un buen candidato a felpudo.
—No me toques las narices y nos llevaremos bien. —Y después me tumbé en mi litera de abajo. Creo que atisbé un alzamiento de ceja de su parte, y luego puso la manta sobre su nueva cama.
Seguro que pensaba que estaba cediéndole el mayor trofeo, eso era bueno y malo. Bueno porque no tenía que imponerse a mí para conseguirlo, malo porque pensaría que era una señal de debilidad por mi parte.
Con el tiempo aprendimos a convivir, a fin de cuentas, los dos teníamos que estar allí dentro mucho tiempo. Hablamos, porque allí no había mucho más que hacer, aunque él se explayó mucho más que yo. Sobre mí había poco que decir, sí, era un Vasiliev, y sí, me habían encerrado por matar a alguien. Nunca escondí ninguna de las dos cosas. En cambio, él no hacía otra cosa que hablar y hablar. La mitad del tiempo no le prestaba atención, no era más que ruido, charla vacía, aunque seguramente recordaría más de lo que quería olvidar. Es mi defecto, no olvido las cosas.
Nuestra rutina prácticamente la hacíamos al mismo tiempo y juntos, no porque yo quisiera, sino porque él parecía sentirse cómodo a mi lado, o eso pensé hasta aquel fatídico día. Algunos presos buscaron pelea, nada nuevo. Me defendí, sabía cómo hacerlo, aunque estuviese en medio de un corrillo, y el tipo que tenía enfrente fuese un animal de dos metros. Lo que no esperaba fue escuchar un grito a mi espalda, uno que me hizo girarme para encontrar más sangre de la que esperaba. El muy idiota de Rodry no solo se había metido en la pelea para defenderme, sino que había parado una cuchillada que iba directa a mis riñones.
Cuando hay un acuchillamiento, todo el mundo sale disparado lo más lejos de allí, nadie quiere que lo metan en la celda de aislamiento, y mucho menos que añadan más años a su condena. A mí por aquel entonces me daban igual 20 que 30, así que me acerqué no sé si para ayudarle, o para preguntarle…
—¿Por qué? —Yo sabía que no era tonto, y solo un estúpido se habría interpuesto entre un cuchillo y su objetivo, a menos…
—Mi niña… cuida… de mi niña. —Su mano me aferraba con fuerza, mientras sus ojos, habitualmente fríos, suplicaban no por él, sino por lo que él creía que merecía ser salvado. Su niña.
Ese día nos encerraron a varios en una celda de aislamiento. Cuando salí de allí, yo seguía vivo, Rodry no. Pero que te encierren en una de esas celdas no es malo, si el que quiere matarte está fuera. Para mí el aislamiento fue una buena noticia, como lo fue la visita de Andrey el mismo día en que sacaron de allí. Mi apelación había salido adelante.
Ese fue el día que decidí que mis peleas debía librarlas yo mismo, dejar que otros intervinieran podía acabar con ellos muertos o lastimados, como Rodry. Cuando llegué al bloque B, a mi nuevo estatus de preso con una peña intermedia, y con el carácter curtido en el bloque C, tomé la decisión de ser yo el que tomara las riendas de su propio destino.
Entre los beneficios del bloque B estaba el del acceso a la biblioteca, a un ordenador y a todo lo que podía ofrecer la red. Lo primero que hice fue contactar con la única persona que sabía podría ayudarme, con la que ya tenía una relación colaborativa en el pasado; Chandra. Saltarse las barreras de seguridad que la prisión imponía a los presos para el libre acceso a la red fue fácil, así que le mandé un mensaje
—Necesito un favor, y no quiero que nadie de la familia se entere. —Como esperaba, la respuesta no tardó en llegar.
—¿Cómo estás? —No quería entrar en sentimentalismos.
—Tengo poco tiempo, mejor vamos al grano.
—¿Qué necesitas? —Sabía que ella no me fallaría, y como le pedía, todo quedaría entre nosotros dos, nadie más.
—Mi compañero de celda, Arturo Rodríguez, murió en una pelea carcelaria. Quiero que encuentres a su familia.
—Te diré algo en un par de horas. —No tenía acceso al ordenador por tanto tiempo.
—Mi tiempo es limitado, ya me lo contarás mañana. —Levanté la vista del monitor para controlar al responsable de la biblioteca.
—Si decidieras retomar los estudios, tendrías una justificación para estar ahí un montón de horas. —Esa era una buena idea que valorar.
—Lo pensaré. —Mi cabeza ya estaba dándole vueltas al asunto. No quería a la familia pendiente de mi todo el tiempo, tenían negocios que atender, culos que proteger, y el mío no iba a salir de aquí en mucho tiempo. Si me aseguraba de que se mantuviesen alejados, quizás dedicarían sus energías en algo más productivo que llorarle a la oveja extraviada.
—Entonces hasta mañana.
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