—Señores pasajeros, abróchense los cinturones. Vamos a aterrizar…- mis dedos nerviosos se pusieron a manipular el cinturón de mi asiento, pero enseguida unas manos más grandes se ocuparon de hacer el trabajo por mí. Alcé la vista hacia su rostro para observarle.
—Gracias. Mis manos están un poco torpes. – sentí como las manos de Evan tomaron las mías, al tiempo que sus ojos se posaban sobre los míos.
—Solo son nervios, es normal. Tan solo recuerda lo que hemos estado practicando. – tomé una profunda inspiración, y me centré en mi interior. Sólo debía visualizar el marrón en mis ojos, y mi antiguo color regresaría.
—Lo tengo. – su sonrisa me dijo que era así.
Un segundo, solo un segundo contemplando sus ojos azules, y la atracción hizo su trabajo. Evan me besó, como quería que lo hiciera, como ambos necesitábamos. Volveríamos a separarnos, yo volvería con mi familia, con mi vieja vida, pero hasta el momento en que pudiésemos estar juntos de nuevo, él solo podría estar observándome en la distancia. Y yo no podía sino imaginar cómo serían sus besos, sus ojos. Solo podía apelar a mis recuerdos, y este sería el último. Su olor, su tacto, su sabor…Necesitaba grabar cada pequeño detalle en mi memoria.
¿Saben esa sensación cuando el avión está tomando tierra?, el descenso, el ruido de los motores, el choque de los neumáticos con el asfalto de la pista… nada superó aquella sensación de Evan y yo unidos por aquel beso. Pero como todos los momentos perfectos, algo lo rompió.
—Tienen que abandonar el avión. – la voz de la azafata nos devolvió a la realidad. Sus ojos decían que envidiaba lo que teníamos, y no pude sino sentir lástima, porque nadie tendría lo mismo. ¿Quién podía decir que había desafiado a las leyes de la naturaleza y ganado?, solo nos conocía a nosotros.
—Sal tu primero. – me dijo Evan. – Yo estaré detrás, observándote. Recuérdalo. – no le besé otra vez, aunque lo deseaba. Solo asentí y obedecí.
Caminé por el pasillo del avión, y me detuve casi al final, solo para sentir su cuerpo detrás de mí, tan cerca… cerré los ojos un segundo, grabando esa sensación y después continué. Me centré en él, en su presencia… y al igual que puedes oler y reconocer a una persona sin verla, podía sentir el agua que contenía su cuerpo, su especial marca, su particular… no sé cómo llamarlo, la palabra que más se acerca es aura. Pues eso, reconocería el aura de Evan con los ojos cerrados.
Avancé hacia las puertas de salida, el largo pasillo… y por fin estaba pisando suelo español. Bueno, era la terminal del aeropuerto, pero para mí era lo mismo.
—¿Puedo ayudarla, señora? – giré la cabeza hacia un hombre de uniforme a mi izquierda, y fue entonces cuando me di cuenta de que me había quedado petrificada en mitad de ninguna parte.
—Eh, sí. ¿Dónde está la salida? – el hombre sonrió amable. Menos mal, me llega a tocar uno de esos presuntuosos estirados con ganas de terminar su turno, y menuda bienvenida me hubiese tocado.
—Siga todo recto, por donde va ese caballero de la camiseta azul. – volví justo a tiempo para ver a Evan avanzando. Mis pies se pusieron en movimiento detrás de él. Caminé, y caminé, siguiendo la camiseta de Evan… ¿por qué él se movía como si conociese el aeropuerto como la palma de su mano? “Por qué quizás él haya estado aquí antes” me contesté a mí misma.
En pocos metros empezó a haber más gente, más camisetas azules, verdes, blancas, negras… y él se desvaneció entre la multitud. Cerré los ojos e inspiré profundo, como si quisiera captar su aroma, su aura, y allí estaba, destacando sobre las docenas de puntos sin color que pasaban ante mí. Su brillo era tan azul, tan intenso, tan brillante…
—¡Viky! – aquella voz… vi a mi madre correr entre la gente hasta llegar hasta mí. Sus brazos me envolvieron como dos bandas de acero, haciendo que casi no pudiese respirar, que no pudiese devolver el abrazo, haciéndome llorar, pero de felicidad.
—Mamá. – mi voz salió como el graznido de un pato resfriado.
—¡Viky! – el abrazo se volvió más opresivo, me costaba más encontrar un hueco para respirar, pero estaba en la gloria. Papá, mis dos hermanos, e Isabel.
—Dejad a la pobre chica respirar, la vais a ahogar. – ¿El tío Pedro? Todos, absolutamente todos estaba allí.
—Salgamos de aquí – ordenó papá.
—Estás muy delgada, cariño. En cuanto lleguemos a casa, te haré un buen potaje para rellenar otra vez ese pellejo. – no creí que fuese el momento de decirle que ese peso lo había perdido en los años que había estado fuera de casa, y lejos de sus suculentas comidas. Amén de que ya me había visto así la última vez que nos vimos. Pero se sentía bien ser mimada, volver a ser la niña de mamá.
—¿Victoria Fontseca? – todos nos giramos hacia la voz autoritaria, para encontrar a dos hombres con uniformes de policía nacional
—Sí, soy yo. – avancé un paso al frente.
—Tiene que acompañarnos a la jefatura de Policía. –
—Acaba de llegar, por Dios. – se quejó papá. El hombre, que debió dejarse la simpatía en casa esa mañana, lo miró como si fuese un pegote de chicle en el zapato.
—Quiero suponer que desea regresar a su casa lo antes posible, así que, cuanto antes terminemos con los trámites, antes podrá hacerlo. –
—Por supuesto. – me adelanté a decir. Lo que menos quería es que mi padre se metiese en líos por mi culpa.
Acompañé al policía, y como si fuese una mamá pato, todos mi “patitos”, es decir, mi familia, me siguieron. O casi, porque mamá se aferró a mi brazo y no me soltó mientras caminaba a mi par.
Nada más llegar a la comisaría, me quedó muy claro que la policía turca y la española no solo tenían una manera muy diferente de trabajar, sino que se notaba a quién le importaba pillar a los malos y a quién no. En Turquía parecía una simple formalidad, en España, era una caza del delincuente en toda regla. Creo que también estaban condicionados por las desapariciones de más chicas en la misma zona que yo. Sabía que Schullz y sus hombres estaban implicados, casi tenía la certeza de ello, pero no sabía que había ocurrido con ellas, ni si seguían vivas. Esperaba que así fuera, porque no querría pensar que Argus había tenido algo que ver con sus muertes. Él no parecía de ese tipo de personas.
—¿Notó algo raro los días previos a su secuestro? –
—¿Raro como qué? – pregunté al policía.
—Gente que pareciese vigilarla, alguien que actuara de forma extraña. – intenté hacer memoria.
—No realmente. De haberlo hecho, habría tenido más cuidado. – el hombre asintió para mí.
—¿Recuerda a alguno de sus secuestradores? – ¿quería algo o alguien a quien perseguir?, pues iba a dárselo.
—Eran varios hombres, los recuerdo vagamente, aunque hay uno que tengo en mi memoria. – con cuidado fui describiendo a Schullz, hasta que, con mis datos y mis apuntes, uno de los policías creó uno de esos retratos robot con un programa informático. No es que fuese una foto perfecta, pero se acercaba bastante.
—¿Algún detalle que le llamara la atención? –
—No hablaban español, era algo más…como Angela Merkel. –
—Entiendo. –
No sé si acabarían encontrando el rastro de Schullz, pero me gustaría.
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