Grigor
Mientras observaba las columnas de mortecina luz cruzando el espacio vacío de la palestra, no podía apartar el resto de mis sentidos de Dafne, y en pensar que algo la ocurría. No es que estuviese demasiado callada, es que podía notar que algo le ocurría. Podía ocultarlo detrás de esa capa neutra, que solía colocarse encima cuando se guardaba algo que no quería decir.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntarle. Ella pareció despertar de su ensimismamiento.
—Eh, sí.
—¿Quieres un poco más de helado? Todavía queda. —Ella miró dentro de su taza como si allí estuviese la respuesta.
—Te acordaste del mismo que pedí en nuestra primera cita. —Ella lo había notado.
—Dijiste que te gustó mucho, así que fui sobre seguro. —Apareció una suave sonrisa en sus labios.
—No olvidas ningún detalle. —Normalmente no, pero con todo lo referente a ella mucho menos.
Una suave canción empezó a sonar en el aire, seguramente el DJ de la radio pensó que sería apropiada para un día como hoy. Era vieja, muy vieja, pero esto son Las Vegas, Elvis siempre está de moda. No sé por qué, quizás la letra era la mejor manera de decir lo que rondaba mi cabeza, el caso es que cuando Elvis empezó a cantar eso de “I can´t help falling in love” me volví osado.
—¿Bailas conmigo? —Ella frunció el ceño confundida, seguro que buscaría una excusa, pero estaba preparado. —No importa si no sabes bailar, nadie va a vernos. —Finalmente accedió. Dejamos las tazas vacías a un lado, y dejó que la tomara entre mis brazos.
En el momento que sentí su cuerpo caliente pegado al mío, cuando el olor de su pelo recién lavado llegó a mi nariz, pensé en hacerles un monumento a los que inventaron las canciones lentas. Nuestros cuerpos se balancearon suavemente, siguiendo la cadencia que yo iba marcando. Se sentía bien ser el que marcaba el camino y ella me siguiera. Cuando la canción llegó al momento en que decía “No puedo evitar enamorarme de ti”, mi voz se atrevió a acompañar a Elvis en aquella declaración. Nuestra mirada estaba enganchada, haciendo que ella no dudara de que lo que decía era mucho más que una canción, sino lo que sentía en mi interior. Ella era lista, sabía lo que estaba haciendo.
—No puedes estar enamorado, eres demasiado joven. —Sus ojos no pudieron soportar la conexión, así de su mirada cayó hacia mi boca. Estaba claro de que se negaba a aceptar que fuese así. ¿A qué tenía miedo? ¿Ya la habían lastimado antes?
—Romeo y Julieta eran más jóvenes que nosotros, y su historia ha sido un referente romántico durante siglos. —Sus ojos se alzaron de nuevo hacia mí. Había un extraño dolor en ellos que me hizo apretarla un poco más contra mi cuerpo, como si de esa manera tratara de hacerla sentir que a mi lado estaría segura.
—Pero ya sabes como terminaron. —Ya, muertos los dos.
—Eso no va a ocurrir… —Su boca me silenció en el momento en que Elvis empezó a cantar eso de “Are you lonesome tonight”. —Calla. —interrumpió el beso solo para decirme eso. Yo obedecí.
La besé cada vez con menos calma, porque ella cada vez parecía necesitar más, como si yo fuese el aire que necesitaba para no morir. Y yo no podía robarle la vida, porque en aquel instante, si desaparecía, yo lo haría con ella.
Sus labios sabían a necesidad, a desesperación. Era como si hubiese atravesado esa coraza que mantenía su verdadero yo del resto del mundo, como si me estuviese permitiendo echar un vistazo dentro de ella, de su parte más escondida. Y la sentí frágil, vulnerable, herida. Como si un terrible dolor la hubiese desgarrado el alma, dañándola de tal manera que no creyese tener cura. Pero no podía permitirlo, tenía que sanarla, tenía que demostrarla que yo estaba allí para arreglar lo que otro antes que yo había roto. En mis manos ella jamás volvería a sufrir, nunca la haría daño, ni permitiría que ningún otro lo hiciera.
Su piel estaba tibia bajo mis dedos, y aunque su cuerpo no temblaba, no dudaba, podía sentir el temor en su interior. Pero ella había tomado la decisión de ser fuerte, de hacer aquello que su voz interior le estaba diciendo que no estaba bien, pero que necesitaba tomar, o mejor dicho, necesitaba que yo se lo diera.
No es que sea un hombre muy experimentado en las relaciones sexuales, pero sé lo básico como para hacer un buen trabajo, y en esta ocasión tenía que hacerlo perfecto, no porque quisiera dejarle un recuerdo imborrable que me dejara en el primer puesto de todos los que hubiese conocido o estuviesen por llegar, sino que la convenciera que no merecía la pena buscar a otro, que yo era el indicado, el perfecto para estar a su lado, aquel con el que lo tendría todo.
¿Demasiado joven para estar enamorado? ¡Mierda!, puede que muchos adultos no estuviesen tan seguros como lo estaba yo en ese momento, de que esto que sentía dentro de mí era sobre lo que se escribían libros y canciones. Lo que ardía dentro de mi corazón era lo que impulsaba a los hombres a regresar a casa aunque los elementos se empeñase en impedirlo. Ni una tormenta, ni un terremoto, ni una guerra, ni una explosión nuclear impediría que yo regresara a ella. Me tenía en sus manos, ahora, y siempre, lo sabía, lo sentía.
Mi cuerpo estaba sobre el suyo, recorriendo con mis labios su piel desnuda, cartografiando con mis dedos los valles y montañas de su anatomía, explorando lo que ya conocía de otras mujeres, descubriendo que en ella causaban en mí sensaciones muy diferentes. Su olor era más penetrante, más seductor, su sabor era adictivo, y su agitada respiración era la música más exquisita que jamás había escuchado.
No quise estropear la perfección de aquel momento, por eso tuve la precaución de protegerme con un preservativo antes de entrar en su cuerpo. La manera en que me recibió me sobrecogió. Era como si hubiese vuelto a casa, algo que había echado de menos sin ni siquiera conocerlo. Extraño, pero real, o al menos así lo sentí.
Me moví con cuidado para que su interior se acostumbrase a mi invasión, haciendo que la sensación fuese placentera para ambos. Pero no tenía suficiente con aquella íntima conexión, quería más, más de su sabor. La bese con ansiedad. Pero el sabor salado de sus lágrimas en mi boca me detuvo.
—¿Te he hecho daño? —Sus brazos me arrastraron hacia abajo.
—No te detengas, por favor. —Aquella súplica me caló tan profundo, que no pude negarle lo que me pedía.
Me moví con cuidado, aumentado el ritmo a medida que su cuerpo, sus gemidos lo iban pidiendo, aunque he de reconocer que no quería que aquel momento terminase. Deseaba alargar aquel sublime acontecimiento tanto como mi resistencia me lo permitiese, hacer de aquella primera vez entre nosotros un latido eterno.
Para mí fue una revelación, un momento de epifanía, la iluminación suprema que me llamaba al conocimiento. Ella era la indicada, ella, de una manera extraña, encajaba con las complicadas formas que conformaban mi persona.
Pocas veces he quedado tan agotado y saciado que mi cuerpo se negase a moverse, pero después de entregarnos de aquella manera, no había quedado nada dentro de nosotros que pudiese alimentar nuestras exhaustas células. El último resquicio de energía que quedaba en mí, lo gasté en besar su frente, acercar su cuerpo al mío tanto como fue posible, y después cubrirnos con la colcha.
No sé cómo sería el día de San Valentín para el resto de enamorados, pero yo no podía encontrar un broche más perfecto, que el dormir acurrucado junto a la persona que amas. Y mucho mejor, iba a despertar al nuevo día con ella a mi lado.
No tenía ni idea del precio que tendría que pagar por haber encontrado todo esto siendo tan joven; una familia estupenda, un negocio próspero, amigos incondicionales, y el amor de alguien que me llena como nunca imaginé que sería posible. Pero pagaré lo que sea por ello. Soy afortunado.
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