—Documentación. – Pude ver como un par de policías se posicionaban a mi espalda, pero fingí no haberme dado cuenta.
—Claro. – Metí la mano en mi bolsillo interior, y saqué mi flamante permiso de conducir nuevo. El compañero del tipo lo revisó con atención.
—Ha sido expedido hoy. – Le sonreí afable.
—Así es.
—Aquí pone que es de Burbank.
—Sí señor, de la avenida Verdugo.
¿Por qué esa dirección?, pues porque era la misma que había tenido mi familia antes de mudarse a Las Vegas. Por eso había ido allí a por mi partida de nacimiento, porque yo había nacido en Los Ángeles, igual que mis hermanos. Mis padres se mudaron a Las Vegas porque papá consiguió un trabajo mejor allí, y luego le seguimos el resto. Mamá enseguida encontró trabajo en la fábrica, y todo nos fue genial, hasta que ella enfermó. Yo era demasiado pequeño para acordarme de todo aquello, pero mis hermanos se encargaron de saciar mi curiosidad cuando preguntaba.
—Lo conozco, queda cerca de Buena Vista. – Buen intento.
—No señor, Buena Vista queda al otro lado de la estatal. Verdugo queda más al este, cruza con la tercera. – El tipo pareció complacido con mi respuesta.
—Ah, sí, me había confundido
—Es curioso tu maleta. La gente de ciudad no suele llevar petates marineros como equipaje de mano. – Atacó el tipo que conocía.
—Era de mi padre. Estuvo enrolado en buques mercantes hace tiempo. – Aquello le hizo sospechar.
—¿Estuvo? ¿Ahora en qué trabaja?
—Murió hace 15 años. – No fue difícil poner una cara triste, para recordar la muerte de alguno de los míos no necesitaba esforzarme.
—Lo siento.
—No se preocupe. – Recogí mi documentación y empecé a guardarla en mi bolsillo.
—¿A dónde se dirige ahora? —Le mostré el billete de autobús, mientras controlaba como iban subiendo ya el resto de pasajeros.
—A Las Vegas, y si me disculpa, tengo que subir o se irán sin mí.
—Claro. – Pero el tipo no me devolvía el billete. — ¿A trabajar o por placer? — ¿Placer? No había de eso en mi agenda. No desde hacía demasiado tiempo.
—Voy a visitar a mi familia. —El tipo finalmente pareció satisfecho y soltó el billete. Colgué mi petate al hombro y me despedí. – Adiós.
—Que tenga un buen viaje. – No respondí, solo me puse a la cola, que se estaba acabando, y me dispuse a subir y ocupar mi asiento. Podían poner a algún tipo a vigilarme, pero no sacarían nada.
No me extrañaba su recelo. En esta época el mayor miedo de los americanos es que un espía ruso entre en el país, seguro que muchos piensan que vamos a invadirles, aunque seguro que hay más que a lo que temen es que les invadan unos extraterrestres.
Acomodé mi petate en la parrilla superior, y me preparé para una larga siesta. Según la información que me habían dado, saldríamos a las 14:00, y llegaríamos avanzada la noche, eso sí, con un par de paradas en el camino para estirar las piernas.
Un último vistazo al resto de pasajeros, donde encontré a un par de chicas al otro lado del pasillo, una fila de asientos por delante. Sus miradas me decían que les había gustado mi aspecto, pero no parecían ser de las que iban más allá de solo mirar. Bueno, eso quería decir que si alguien se atrevía a estirar la mano hacia mi petate, tendría un par de guardianas que me alertarían.
Cerré los ojos y acomodé mi cabeza, dejando que el sueño me acogiera. Tenía que descansar, no solo para recuperar lo que no había dormido la noche anterior, sino lo que podría estar por venir. No tenía ni idea de cómo sería mi recibimiento, pero sí tenía clara una cosa; las palabras no significan nada, son los actos los que te muestran cómo es la gente. Y lo más importante, la verdad tiene muchas caras.
Quizás fue mi regreso a Las Vegas lo que hizo a mi cabeza regresar a los tiempos de cuando era niño, todo lo que me marcó en aquel tiempo, regresó a mi memoria con la frescura de haberlo vivido solo unas horas antes. El asesinato de Viktor, el dolor de lo que vi, la ira por la impotencia, el olor de la sangre bajo mis rodillas, el sabor de las lágrimas en mi boca… Pero sobre todo las imágenes de aquellos que estaban allí presentes en aquel momento. Sus caras, sus voces, sus actos… Aquellos desgraciados iban a pagar por lo que habían hecho, yo me encargaría de terminar lo que Viktor había comenzado.
No sé si todas las venganzas comienzan igual, yo lo hice anotando en una pequeña libreta los nombres de aquellos que estuvieron implicados. Al principio fue una pequeña lista con siete nombres, o más bien los apodos que yo les había puesto en mi cabeza. Estaban el policía, el unicejo, el cara de perro, al que sangraba por la cabeza donde una de las balas de Viktor le había arrancado la oreja izquierda, el que tenía un agujero en su mejida derecha de otra de las balas de mi hermano, y el que tenía la cara blanca y estaba más muerto que vivo, para mí desde ese instante cara de muerto. Pero el que más llamó mi atención fue el tipo del ojo morado que no salió del coche. Si iba sentado en el asiento de detrás del coche, no podía ser otro que el jefe que ordenó aquel asesinato.
El primero que taché de la lista fue el tipo con cara de muerto. Viktor se lo había llevado al otro barrio, y seguro que estaría golpeándole hasta mandarle al infierno. Su foto salió en las necrológicas en el periódico. Desde ese día, lo miraba sin falta, buscando las caras de aquellos tipos. Por fácil que pareciese, encontrar a seis personas en Las Vegas, sobre todo si tienes once años, era una tarea complicada.
Jamás olvidaré la cara de Nikolay cuando le dieron la noticia. Corrí a casa desde el colegio, aunque sabía que Nikolay no estaría en ella. Fue Corina la que abrió la puerta, pues estaba preparando nuestra comida. No es que la entusiasmara que yo viniese solo del colegio, sobre todo porque Nikolay y Viktor la pagaban para que me acompañara a la ida y a la venida, pero tampoco se quejó demasiado. Viéndolo ahora desde un punto de vista más maduro, comprendía el por qué de ello. Corina iba a cobrar igual, pues ni ella diría que no me había ido a buscar, ni yo tampoco. Así que sería un secreto entre ambos.
Cuando escuché el ruido de la camioneta en la que a veces llegaba Nikolay del trabajo, salí disparado a buscarle. Necesitaba decirle lo que había ocurrido, necesitaba que hiciera algo. Había escondido la pistola de Viktor en mi cuarto, en un lugar donde sabía que Corina no buscaría, y la volvería a sacar para que Nikolay la utilizara para matar a esos asesinos.
Estaba asomando mi cabeza por la puerta de casa, las ruedas de la silla de Nikolay casi dentro del portal, cuando vi a un agente de policía uniformado ir a su encuentro. El tipo debió de estar esperando a su llegada para ir a buscarlo, porque era demasiada casualidad que ambos hubiesen coincidido en la llegada.
—Señor Vasiliev. – Nikita se volvió hacia él.
—¿Sí?
—Tiene que acompañarme. Ha ocurrido un incidente y debe identificar a alguna de las víctimas. – Estaba lo suficientemente cerca como para reconocer aquella voz, como para identificar al policía que estaba dándole aquella noticia a mi hermano. Era el cabrón que había estado en la emboscada, pero el hijo de perra ahora llevaba puesto su uniforme. Me acerqué con cuidado hasta llegar junto a Nikolay. Me aferré a su camisa sin apartar la mirada prepotente de aquel asesino. Podía llevar uniforme, pero eso no cambiaba lo que era.
Escuché como un coche frenaba en la carretera a nuestra altura, y como de él bajaban varios hombres trajeados. Mientras el policía giraba la cabeza hacia ellos, yo me centré en leer el nombre que venía en la placa de identificación: A. Monticello. Sentí la mano de Nikolay aferrando la mía, que estaba apretando su brazo con demasiada fuerza.
—Nosotros nos encargaremos de todo, Monty. – Uno de los hombres que acababa de llegar se había puesto detrás de Nikolay, y por su mirada, parecía estar diciéndole algo más al agente Monticello. Algo como “ni se te ocurra”. El tal Monty reculó, asintió y miró a Nikolay.
—Solo preséntese en el depósito de cadáveres e identifíquese. Allí le llevarán hasta su hermano. – El cabrón lo soltó así, sin rodeos. El cuerpo de Nikolay se sacudió por la noticia, pero no mostró alteración ninguna en su rostro.
—En cuanto organice el viaje iré para allá. – Montý asintió y se alejó hacia su coche. El hombre que estaba detrás de Nikolay, caminó detrás de él, como si quisiera asegurarse de que realmente se iba. No me pasó desapercibido que intercambiaron algunas palabras que no escuché. – Yuri. – Giré la cara hacia Nikolay. Sus ojos estaban tristes, apenados, pero al mismo tiempo preocupados.
—Él estaba allí. – Las cejas de Nikolay se juntaron confundidas.
—¿Qué quieres decir? – Con cuidado de que no vieran lo que estaba haciendo, saqué la mano de mi bolsillo, en la que tenía aferrado el colgante de Emy todavía ensangrentado. Abrí los dedos para que él lo viera. La comprensión de aquello lo asustó.
—Yo lo vi, Nikita. Estaba allí cunado ellos dispararon sobre Viktor y Emy, y ese policía era uno de ellos. – Giré el rostro para que entendiese a qué policía me refería. Escuché una especie de quejido escapar de su garganta, y después su mano me obligó a girar el rostro hacia él.
—Mírame Yuri. No debes decirle a nadie lo que viste. Si la policía está involucrada, ningún testigo estará a salvo. – Aquello lo entendí. Si le decía a alguien lo que había visto, que podía reconocer a los asesinos, mi vida no valdría nada. Si se atrevieron a matar a Viktor y Emy en plena calle, qué no harían con un insignificante niño.
—Lo siento, acabamos de enterarnos. – El hombre de antes había regresado junto a Nikolay, y por su expresión parecía apesadumbrado.
—¿Qué es lo que ha ocurrido, Nino? – El hombre bajó la cabeza, como si mirar a los ojos a Nikolay le costara.
—Han acribillado a Viktor.
—Llévame con él. — Aferré su mano con fuerza, si él iba, yo también.
—Yo también voy. – Nikolay aferró mi mano con fuerza para soltarla de su brazo.
—No, Yuri. Un niño no debe ir al depósito, y menos ver cadáveres.
—Pero… — No me dejó continuar.
—Nino, ¿puedes dejar a uno de tus hombres con Yuri?
—Por supuesto. – Hizo una seña a uno de los hombres que habían llegado con él, y este se puso a mi lado.
—Volveré pronto, Yuri. – Tomó mi cabeza y la acercó a la suya para que nuestras frentes se tocaran. – Pórtate bien. – No lo dijo, pero también escuché “ten cuidado”. No debía decir nada, tenía que guardar nuestro secreto, porque podía ponernos en peligro, a mí y ahora que se lo había contado, a él.
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