—Puedo. – Argus tendió la mano hacia la mujer joven del nuevo grupo, pero el oficial al mando tenía otra idea.
—¿Por qué no probarlo con el suboficial Schmidt? Lo tiene más a mano. – el hombre al que acababa de curar parecía conforme con aquella sugerencia, los soldados apretaron sus ametralladoras como si percibieran la disconformidad de aquella orden entre el resto de los presentes. Podía sentir la tensión entre mis amigos, mi nueva familia, sobre todo de aquellos que antes de llegar a mi fueron soldados. Evan, Arión, Arsen, Angell, Eryx, Admes … todos ellos se posicionaron a mi alrededor para de alguna manera protegerme, mostrándole a aquel tipo que ellos estaban allí para defenderme de él y sus hombres. Mis ojos buscaron a Argus, que parecía aterrado ante lo que pudiese hacer el soldado que estaba cerca de la mujer joven.
El regalo que estaba a punto de dar, aunque beneficiara a Schmidt, no era realmente para él, sino para Argus. Quitarles unos años de encima a aquellas personas no era otra cosa que ganar tiempo. Ellos le arrebatarían ese tiempo a la muerte, yo lo conseguiría para darles una falsa seguridad a ellos de que tenían el control, y después los sacaría de allí. Así que lo hice.
—Arrodíllate. – el suboficial obedeció dócilmente, aunque aquello significara meterse dentro del riachuelo, y dejar que el agua le cubriese hasta medio muslo. Me incliné, tomé agua entre mis manos, y después lo vertí en la boca abierta de Schmidt. Cuando la última gota entró en su cuerpo, la transformación comenzó. Sus arrugas se estiraron, su piel se tensó, su pelo canoso cayó al suelo para ser sustituido por pelo nuevo y fuerte… y su sonrisa apareció agradecida y satisfecha en su rostro. Una sonrisa que me decía que había conseguido lo que deseaba.
—¡Magnífico! – la exultante voz del oficial hizo que todos nos girásemos hacia él. Schmidt se puso en pie, y se apartó, como si ahora que el trabajo para él hubiese terminado y llegase el turno del siguiente. Lo esperaba, esperaba que eso ocurriera, que todos quisieran recibir el don de las aguas.
–Ya tiene su prueba. Ahora deje que ella beba. – la ira, aunque contenida, manaba de las palabras que acababa de pronunciar Argus.
—No eres nadie para darme órdenes. – la cara del oficial perdió la máscara de cordialidad, para transformarse en algo aterrador.
—¿Recuerda lo que les pasó a tus exploradores?, ninguno pudo encontrar el camino. Yo le traje hasta aquí, y si ella no bebe, se quedará atrapado aquí, no lo llevaré de vuelta hacia el exterior, no regresará a su casa. – yo sabía que eso era mentira, Argus no podía hacer eso, era yo la que levantaba el invisible muro mágico para que aquellos que se acercaban, o querían salir, pudiesen encontrar el camino. Pero si Argus decía aquello, estaba convencida que era su forma de presionar al oficial para que se mantuviese dentro del plan que habían trazado antes de llegar a mí. No era más que una estratagema para controlarlo. El hombre apretó sus mandíbulas. No le gustaba en absoluto que lo presionaran para tomar un camino que no quería transitar. Pero tampoco era de los que se rendía. Sacó un arma de una cartuchera del pantalón y apuntó a Argus con ella.
—Va a hacerse a mi manera. Ella podrá beber, pero será la última. – Argus pareció recular, dando un paso atrás. Podía haber capitulado, pero olvidaba que no era el único soldado que estaba allí, y a diferencia de él, ninguno sabía de lo que era capaz un arma de fuego, y mucho menos estaba condicionado con la muerte de un ser querido. Para mis “chicos”, yo era lo único que había que proteger. Evan se interpuso entre el oficial y yo, creando un muro protector con su cuerpo.
—Nadie puede obligar a nuestra ninfa a entregar sus dones, ella es quien decide. – su ninfa, para él siempre fui su ninfa, y me gustaba escuchar aquella palabra de su boca, de la de todos ellos. Para mi pequeña familia yo era un tesoro que cuidar, igual que hizo mi madre.
—No tienes ni idea de con quién estas tratando, muchacho. Si yo quiero algo, lo cojo, y nadie podrá impedírmelo. – el oficial aferró su arma con más firmeza, orientando su cañón sobre Evan. Cualquier soldado habría visto ahí una amenaza, pero quizás Evan y los chicos pensaron que era algo similar a un cuchillo, un arma que debía alcanzar a su oponente para dañarle. Si hubiesen sabido…
—No eres bien recibido aquí. Será mejor que te vayas. – Creo que Evan calculó su ventaja sobre los soldados alemanes. Eran menos, y aunque parecían llevar armas con ellos, mis chicos no temían ser dañados por ellas. Dolería, sí, pero yo podría sanar sus heridas más tarde, salvo que fuesen mortales, eso nunca ocurrió, y yo tampoco les expliqué que una bruja no puede devolver la vida a alguien que ha muerto, no sin pagar un alto precio por ello.
—Estúpido. – el oficial sonrió condescendiente. Alzó su arma, apuntó y disparó.
El estallido impactó en nuestros oídos, sorprendiéndonos y desconcertándonos, pero ninguno supimos a que se debía aquel ruido ensordecedor, hasta que Evan cayó al suelo. La sangre brotaba de su pecho, manchando de rojo intenso su gastada ropa. Su boca se abría y cerraba, escupiendo sangre en cada intento desesperado por tomar aire, y, aun así, la vida se escapaba de él con celeridad. Sus ojos, sus celestes ojos me miraban suplicantes, no por mi ayuda, sino por mi perdón. Me había fallado, no podría protegerme de aquellos seres despiadados, iba a abandonarme y eso le dolía más que perder la vida.
Mis piernas me arrojaron con celeridad sobre su cuerpo, para que mis manos tomaran del caudal de agua bajo nuestros pies y sanaran su herida. Pero era tarde, demasiado tarde. El agua limpiaba la sangre de su cuerpo tendido sobre el riachuelo, tiñendo de rojo las aguas que se alejaban. Sus ojos me observaban vacíos de vida. ¿Por qué Evan?, ¿por qué tenía que haber sido precisamente él, mi “joven guerrero”? ¿Por qué sentía que me habían desgarrado el pecho con un cuchillo al rojo vivo?
—¡Basta de sentimentalismos! Haz lo que te he dicho o acabaré con todos ellos. – no podía apartar la mirada del rostro de Evan, la piel de sus mejillas se estaba empezando a enfriar bajo mis dedos. El agua que podía sanar sus heridas, el que le mantenía joven a mi lado, se estaba llevando el calor del cuerpo al que me aferraba. Mis lágrimas resbalaban por mi cara para saltar sobre su inexpresivo rostro. Una de ellas golpeó uno de sus ojos aún abiertos, haciendo que el sol se reflejara sobre aquella pequeña gota, dándole por un instante una chispa de brillo a su retina. Y entonces lo supe. Pagaría el precio.
—¡Arriba! – sentí un fuerte tirón en mi brazo, que tiraba de mí hacia arriba, obligándome a luchar en su contra y lazándome sobre los labios de Evan. Mi boca abrió la suya, para dejar que la vida que me sustentaba fluyese hacia su cuerpo. El aliento de la vida lo llamaba mi madre. Sentí como toda la energía que había en mi me abandonaba, debilitándome, drenándome. La luz que nos envolvía se fue apagando, no sentía el calor del sol sobre mi piel, no sentía el viento moviendo mis cabellos, el aire no entraba ya en mis pulmones para alimentar las células de mi cuerpo. Este mundo se escapaba de mí, o más bien yo de él, pero lo hacía feliz, porque lo último que vi, fue el intenso azul topacio brillando en los ojos de Evan, mi Evan. Él viviría.
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