Recuerdos… es curioso la manera en que recordamos las cosas, no siguen un orden cronológico, si no tal vez se rigen por la impronta que dejó en nosotros un hecho. Vi algunos destellos de los que podrían ser mis padres, mis hermanos, mi vida antes de que todo cambiara. Aquel maldito día lo perdí casi todo.
Recuerdo los gritos, recuerdo la angustia, recuerdo el dolor, recuerdo la sangre. Era muy pequeña para comprender la magnitud de todo aquello, pero mamá me lo explicó cuando fui más mayor. Vivíamos en una gran ciudad, papá era alguien importante en la corte del rey, tenía poder, respeto, riquezas… pero cuanto más tienes, más personas desearán arrebatártelo. El rey, la gente, todos sabían que mi padre era diferente, que toda mi familia lo era. Mis hermanos eran jóvenes, pero ya empezaban a manifestar algunas señales mágicas. Y éramos una familia grande. Como contaba el mito, éramos catorce hermanos: siete niñas, siete niños, y de entre todos yo era la más pequeña. Vivíamos felices, como cualquier familia, hasta que una noche los gritos empezaron, el fuego, las espadas, las flechas, la sangre… Papá y mis hermanos mayores intentaron protegernos, mientras mamá nos intentaba poner a salvo a mis hermanos más pequeños y a mí. No recuerdo mucho, solo que mamá me cargaba en brazos mientras corría. Un dolor intenso golpeó mi cuerpo haciéndome gritar, y la voz de mamá me arrulló para que durmiese. Cuando desperté, mamá y yo estábamos solas, y tenía un vendaje que oprimía mi pecho. Una flecha, una certera flecha se había clavado en mi tierna carne, atravesando mi piel justo en el lugar en el que ahora tenía mi marca, mi pequeña ánfora.
Recuerdo el día en que mamá murió, dejándome sola. Hasta aquel entonces habíamos sido ella y yo, aisladas del mundo, protegidas del mal de los hombres. Había aprendido lo suficiente para sobrevivir, pero, al igual que ocurrió con ella, es difícil hacerlo cuando te falta algo que te mantenga viva. Ella iba muriendo día a día desde que papá murió, desde que murieron mis hermanos. Lo único que la mantenía viva era yo, su necesidad de protegerme, pero cuando estuve lista, cuando estuve preparada para cuidarme por mí misma, ella se fue.
Pasé mucho tiempo sola, hasta que mi curiosidad me llevó hacia el resto de los hombres. Y lo que encontré no me gustó, y a ellos tampoco les gustaba lo que era yo. Así que regresé a mi santuario. Pero en mi camino encontré a una muchacha que necesitaba ayuda. Habían saqueado su granja, habían matado a su familia, violado a las mujeres, y por alguna razón, ella había sobrevivido. Lavé sus heridas y la llevé conmigo, al único lugar donde podría protegerla de la maldad de los hombres. Tuvo un bebé, una niña, y juntas estuvimos mucho tiempo, hasta que la pequeña, ya una adolescente, regresó de una de sus exploraciones con un muchacho de su edad.
Poco a poco mi pequeña familia de refugiados, maltratados o necesitados de afecto, fue creciendo. Tampoco es que fuésemos muchos, llegamos a ser un máximo de quince, pero vivíamos en paz y armonía, sin necesidad de salir al mundo exterior.
Recuerdo el día en que aquellos soldados llegaron a nuestro lago. Sus ropas eran tan distintas, sus armas, su leguaje… allí estaban Evan, Argus, Angell, Arión, Arsen, Eryx, Admes, el resto no encajó y se fue, o yo los expulsé, como con aquellos que no eran dignos de estar entre nosotros. Era fácil. Nuestro santuario estaba protegido por una bruma mística, que se envolvía entre los árboles, la vegetación, desorientando a aquellos que pasaban cerca de nosotros. Era imposible que nos encontraran, salvo que yo decidiera lo contrario.
¿Cómo sabía yo quién era digno de quedarse y quién no?, es difícil de decir, pero siempre había alguna palabra, su actitud, que revelaban una naturaleza egoísta, dañina… algo que haría mal al resto. No soy de las que aprecia la violencia, prefiero alejar los conflictos, pero he aprendido de la naturaleza, del propio hombre, que a veces la violencia es la única respuesta para encontrar el equilibrio. Como el depredador que persigue a una presa, él lo hace para alimentarse, pero su botín tiene todo el derecho a proteger su propia vida, y para hacerlo responderá con la misma o igual violencia si fuese necesario. Correr y esconderse no siempre era la solución. Aunque yo lo aprendí demasiado tarde.
Recuerdo el día en que Argus regresó a nosotros, pero no lo hizo solo. Él encontró el camino de regreso, porque yo se lo permití, él llevaba su brújula interior para encontrarme, como la tenían todos aquellos que vivieron en el santuario, y decidieron buscar su lugar en el mundo. Llegado el momento, sabrían volver. No fue el único que llegó con alguien a quien amaba para vivir con nosotros, pero si el primero que trajo seres corruptos.
En aquel momento pensé, que como siempre, podía estudiarlos y decidir si merecían quedarse, me sentía lo suficientemente fuerte e inteligente para enfrentarme a ellos, aunque fuesen un grupo de 11 personas. Pero me equivoqué. Hasta aquel día había conocido cazadores, pero aquellos eran otra cosa. Hay una frase que dice “Son lobos con piel de borrego”, y que viene a decir que parecen inocentes ovejas, pero son lobos que tienen como propósito acercarse al rebaño para saltar sobre él en cuanto tengan oportunidad. Los hombres como aquel oficial, le daban un nuevo significado a eso.
Reconocí los uniformes militares, y como dijo Argus, eran de soldados alemanes de la segunda guerra mundial. El oficial al mando tenía esa arrogancia que lo sacaría del santuario en la primera ocasión que tuviese, quizás alguno de los soldados que lo acompañaban podría quedarse, como ocurrió con el grupo de Evan, pero no pensé que ellos tuvieran un plan para someterme antes de poder expulsarlos. Aquel día, aquellos minutos, se reproducían en mi cabeza como si estuviesen ocurriendo en aquel mismo momento…
—¿De verdad puede sanar heridas? – preguntó el oficial de rango superior. Mantenía esa pose arrogante, con las manos unidas a su espalda, sacando pecho.
—¿Por qué quieres saberlo? – él se encogió de hombros y dio a su rostro una expresión indolente, como si realmente no tuviese importancia.
—Simple curiosidad. Argus asegura que es así, yo solo quería ver si era verdad y no mentía. –
—Puedo. – El oficial hizo un gesto a uno de sus hombres, otro oficial de un rango inferior, quero que no era un soldado como el resto. Él no llevaba una ametralladora en sus manos. Es más, una de ellas tenía un aparatoso vendaje con una mancha de sangre. El suboficial, llamémosle así, avanzó hasta acercarse a mí. Me mostró su mano.
—Demuéstremelo. – el suboficial retiró el vendaje, dejando al descubierto una herida que atravesaba su palma. Mi experiencia como enfermera me decía que podía haber sido hecha con una hoja afilada y de forma intencionada, ya que era profunda y limpia. Pero por aquel entonces, yo lo ignoraba. ¡Vaya!, pues era verdad que Viky no había desaparecido. Pues los recuerdos de mi vida anterior los analizaba desde la perspectiva de la experiencia de mi yo actual.
Tomé con cuidado la mano del hombre, sintiendo el tacto áspero de su piel. ¿Qué tendría, 45 años? Su rostro expectante me hacía difícil adivinarlo. Lo guie conmigo dentro del riachuelo que corría cerca de nosotros, hasta llevarlo a la entrada de la gruta. Allí me incliné, y con cuidado recogí en mi mano una pequeña cantidad de agua. La vertí sobre la herida lentamente, haciendo que las aguas curativas hicieran su trabajo. El suboficial abrió sus ojos sorprendidos tanto como pudo, pero enseguida volvió el rostro hacia el oficial, para confirmar la curación. Incluso alzó la mano para mostrar la palma libre de daño. El oficial asintió y dio un paso hacia mí, manteniendo sus manos a su espalda.
—Argus también sostiene que puede mantener a una persona joven por más tiempo. ¿Estaría dispuesta a mostrármelo? – Aquel secreto no debía ser revelado, solo los que vivían en el santuario podían conocerlo. Miré hacia Argus, buscando una respuesta a aquella falta, para encontrar su mirada apesadumbrada. El oficial lo observaba con una sonrisa petulante en su rostro, y Argus pareció claudicar. Asintió para mí, como si de alguna forma me estuviese pidiendo ayuda, como si intentara decir “hazlo, por favor”. Claudicar a su petición no fue el error. No, lo fue el subestimar la mente retorcida de aquel hombre.
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