No fuimos a desayunar al restaurante del hotel. Argus me llevó hacia una suite, donde había una mesa preparada para varios comensales y sentada a ella tres personas. Un hombre mayor, quizás 80 años, de ojos grises casi blanquecinos y mirada intensa. Otro hombre medio recostado en una silla de ruedas, una de sus manos desfigurada e inerte sobre su regazo y un aparatoso respirador sujeto a su rostro. Y, por último, una mujer sobre cincuenta y pico, con el pelo rubio ceniza y ojos azul cielo. Pero no era su color lo que me llamó la atención, sino la escéptica frialdad que había en ellos.
—Así que tú eres la ninfa. – fue la frase con la que me recibió. Si ella era una borde, yo también podía serlo.
—Eso dicen. – Argus retiró una silla delante de la rubia para que yo tomara asiento frente a ella.
—Me han asegurado que puedes sanar enfermos. –
—Estudio enfermería, no hago milagros. – Agneta volvió su rostro hacia Argus, este tradujo mis palabras. Estaba bien eso de tener un traductor simultaneo.
—¿No se lo habéis explicado? – Argus cogió una servilleta y refinadamente la colocó sobre su regazo.
—Nosotros poco le hemos contado, así que solo conocerá lo que los otros le hayan dicho. – la rubia asintió y volvió su atención hacia mí.
—Este caballero asegura que eres la reencarnación de un particular ser antiguo, uno con la capacidad de sanar a través de las aguas. –
—Eso es lo que él dice. – no iba a ponérselo fácil. Quizás así me dejarían libre, por soñar….
—Eso es lo que vamos a averiguar, señorita. Si es quien dicen que es, usted hará su trabajo y le dejaremos en paz. De lo contrario…- qué agradable era esta mujer, es ironía, se entiende. Quizás fuese el saber que me necesitaba viva, el caso es que me sentí valiente.
—Me secuestra, me arrastra hasta aquí y además me amenaza ¿cree que estaré encantada de ayudarla en lo que necesita? – su rostro se endureció.
—Va a hacerlo, nos encargaremos de que lo haga. – tiró la servilleta sobre su plato y se levantó. Enfadada y sin desayunar. Bien, esos eran sus problemas. Yo estiré la mano y cogí un bollo del montón que había en una fuente. Argus la siguió cumpliendo una orden muda de que la acompañara. Al girar la vista, vi el intento de sonrisa del hombre joven.
—Gracias. – me dijo. Y aquello me desconcertó.
—¿Por qué? –
—Por decirle que no todos hacen lo que ella quiere. – curioso. El hombre hablaba despacio, haciendo un gran esfuerzo por vocalizar. Espera…
—¿Hablas español? –
—Estuve tres años en Mallorca, hasta que mi madre me llevó de vuelta a Alemania. – creo que había tristeza en sus ojos.
—Unas vacaciones muy largas. – metí un trozo de bollo en mi boca, esperando su respuesta.
—Era maestro allí, en una escuela alemana. Pero la enfermedad empezó a hacerme difícil ser autónomo y mi madre intervino. –
Podía leer la información que faltaba entre líneas. Solo con lo poco que había visto de Agneta, podía imaginarme lo ocurrido. Las enfermedades degenerativas como la de aquel hombre, necesitaban de fisioterapeutas, equipo como respiradores, sillas eléctricas, grúas para sacar y meter al paciente de la cama, el baño… sobre todo en fases tan avanzadas como la suya. La ayuda era necesaria, y una madre, sobre todo con dinero, haría cualquier cosa por mejorar la calidad de vida de su hijo.
—¿Distrofia muscular de Becker? – todas las pistas me llevaban a pensar que era así. Luego él asintió confirmando.
—Me la diagnosticaron en el último año de universidad. – un poco tarde para el diagnóstico.
—¿Y crees que yo puedo curarte? – intentó sonreír, pero sus músculos faciales no le permitían hacerlo. Aun así, sus ojos decían tanto…
—Asumí hace tiempo que iba a morir joven. Lo he aceptado, pero mi madre no. – Así que esa era la cuestión, su madre estaba empeñada en hacer cualquier cosa por salvar a su hijo, incluso recurrir a un mito.
—¿Y por qué dejas que te arrastre a esto? – Podía no tener fuerza muscular, pero podía protestar, negarse verbalmente. No sé, algo.
—Distrofia muscular, ¿recuerdas?, se necesitan muchos músculos para pelear o para enfadarse y los míos no quieren colaborar. – En otras palabras, no tenía fuerzas para pelear con su madre. Me caía bien el hombre.
—Me encantaría saber de qué estáis hablando. – intervino el hombre mayor a nuestro lado. Estaba sonriendo intrigado, y aunque no entendiese el español, estaba claro que su perspicaz mirada estaba pendiente de todo.
—No le cae bien mamá, abuelo. – Así que abuelo.
—No me extraña, se ha vuelvo una gruñona. – el anciano sonrió y tomó un sorbo de su café. Bueno, al menos esta parte de la familia no parecía tan desagradable como la otra.
Argus regresó un rato después para recogerme. Era hora de irnos.
—Hora de ponernos en marcha. – me informó.
—¿Vamos a mi fuente? – Si, vale, asumí definitivamente que era mía.
—Paso a paso Viky. Puede que hace décadas fuese un lugar desconocido, pero en tu ausencia, aquello se ha vuelto muy popular. –
—¿Cómo de popular? – me despedí con la mano de los hombres de la mesa, mientras Argus me llevaba fuera.
—Verás, ahora es un parque nacional, Spil Dağı alberga algunos lugares como la roca de Níobe, o la roca que llora, el trono de Pelope, restos de una ciudad griega, aguas termales y, por supuesto, la gruta sagrada de Apolo. –
—¿Es allí donde está mi fuente? – Argus asintió para mí.
—Bien protegida, hasta que se convirtió en un lugar turístico. –
—Entonces no será fácil ir ahí y pasar desapercibidos. –
—Está todo pensado. Un equipo ha ido a montar un campamento para pasar la noche y hemos sobornado a algunos guardas. Por la noche no habrá merodeadores inoportunos en la zona. – estaba claro que el dinero daba privacidad.
—Entonces, ¿ahora iremos nosotros? –
—No todos juntos, no queremos llamar la atención, y el despliegue que se va a organizar para llevar hasta allí a Cort, ya va a ser cuando menos llamativo. –
—¿Cort? –
—La silla de ruedas, los respiradores… es un parque nacional, hay rutas de senderismo, no carreteras por todas partes. –
—¿Y cómo le vais a llevar hasta la gruta? – Argus sonrió.
—Confía en mí, va a estar ahí antes que nosotros. – no sabía cómo iban a hacerlo, pero estaba convencida de que lo harían.
—¿Cuál es el plan? –
—Tú, yo, Schullz y un par de los hombres nos vamos a hacer senderismo. Vamos a recoger algunas cosas y nos vamos. – me encogí de hombros, porque tampoco es que pudiese hacer nada por evitarlo.
Argus y yo pasamos por nuestra habitación para meter mi vieja ropa dentro de su maleta. También había un par de mochilas, que rellenamos con botellas de agua, algunas barritas energéticas… y esas cosas que supongo que se necesitan cuando vas a hacer senderismo. Bueno, al menos tenía mi calzado deportivo, esperaba que sirviera. Salimos de la habitación y nos encaminamos hacia otra de las habitaciones, donde Argus entregó la llave de nuestra habitación a uno de los hombres de Shullz. Al dirigirnos hacia los ascensores, una de las puertas a nuestro costado se abrió y quién apareció me sorprendió. Era el abuelo de Cort. La puerta se cerró deprisa, pero pude ver dentro de la habitación a Schullz. Argus también se dio cuenta, porque sus cejas se juntaron de esa manera extraña cuando sopesaba las cosas. No es que fuese algo raro el que estuviesen juntos, seguramente estarían hablando sobre los planes del día, pero era extraño que fuese el viejo el que hiciese la visita y no al revés.
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