Gabi
¡¿Qué?! Estaba alucinando. ¿Carlo me deseaba? ¿Y desde hacía tiempo? ¿Cómo no me había dado cuenta? Yo noto esas cosas, los chicos son transparentes cuando les gusta una chica, y yo soy muy observadora en ese aspecto.
—Estás… estás bromeando. —Él me devolvió una sonrisa triste.
—Has estado tan deslumbrada por Drake, que no has podido ver a los demás. —¿Era eso verdad? ¿Qué me había estado perdiendo?
—Yo… —No me dejó decir más. Sus labios se posaron sobre los míos suavemente, como si temiera que me asustara y saliera corriendo. Y lo habría hecho, pero por alguna razón mis pies no quisieron ponerse a trabajar.
He besado y me han besado, más de un chico, pero Carlo…Sus labios eran pura miel, suaves, delicados, untuosos…Era imposible no quedarte pegada a ellos. Pero aquello no estaba bien por muchos motivos, y él casi consigue que los olvidase.
—Esto no está bien.
—¿Por qué? —Se retiró un paso para hacer la pregunta. Mejor, porque su cercanía era capaz de nublar mi sentido.
—Porque somos familia, porque eres menor que yo, porque escogí al que tuve más cerca para sacarme a Drake de la cabeza… No sé, escoge tú. —Me alejé de allí apartando la vista de aquellos ojos inquisidores. No podía mirarle, así que me centré en sacudir mi ropa para eliminar algo de suciedad imaginaria.
—No compartimos ni una sola gota de sangre, así que no tienes que preocuparte por si cometemos algún pecado o si atentamos contra natura. ¿Y la edad? ¿en serio? En pleno siglo 21 no puedes venirme con eso. Mientras seamos mayores de edad nadie puede decir nada. —¡Mierda!, ¿es que tenía que rebatirlo todo?
—Y si… —Antes de que pudiese continuar, él se acercó rápidamente hacia mí invadiendo mi espacio personal.
—Un podía no sirve de nada ahora, Gabi. Fue a mí a quién escogiste y eso no puedes cambiarlo. Si no quieres continuar con esto que has empezado lo entenderé, pero no te escondas detrás de excusas que ni tú misma te crees. —Se alejó un paso hacia atrás, dejándome espacio para respirar. —Mi turno empieza en una hora. Tienes tiempo para decidir lo que quieres hacer, pero no juegues más conmigo, ya no soy un niño, y tú tampoco. —Se dio la media vuelta y me dejó allí.
¿Por qué de repente me parecía que el pequeño Carlo acababa de darme una lección? ¿Qué les enseñaban en la facultad de medicina? ¿Por qué parecía más maduro de lo que debería ser?
—Señorita Gabriela. —Giré la cabeza hacia una tímida Carmelita que asomaba la cabeza por la puerta que Carlo había dejado abierta.
—¿Sí?
—Los invitados están empezando a llegar. —Aquello hizo que mi espalda se enderezase con una sacudida seca. Hora de entrar en batalla.
—¿Está todo listo? —Empecé a caminar hacia el exterior, con Carmelita a mi espalda.
—El personal ya ha abandonado la zona de recepción, las flores y el menaje está todo colocado. Solo falta poner la música de bienvenida.
—Bien, entonces hagamos que suene. —Carmelita sonrió.
Era demasiado mayor para ser la ayudante de nadie, pero ella le ponía entusiasmo, y tenía bocas que alimentar, así que allí estaba, realizando cada una de las tareas que delegaba en ella con eficiencia. Era buena ejecutando mis órdenes, aunque le faltaba determinación para caminar por su cuenta, lo de resolver problemas no era lo suyo. Pero era agradable tener a alguien como ella con quién trabajar, no porque estuviese disponible para mí las 24/7, sino porque enseguida había pillado mi peculiar sentido del humor.
—Que empiece el espectáculo. —Ella repitió la frase que yo siempre decía cuando le dábamos al botón imaginario de arranque.
Avancé hasta la mesa en la que estaba antes, cogí mi Tablet, y busqué la aplicación que controlaba el sonido ambiental, la activé y después pulsé el primer botón de mi mando a distancia. Las suaves notas de un chelo empezaron a flotar en el aire.
—Listo. —Metí el control remoto en el bolsillo de mi elegante chaqueta, y después guardé la Tablet en su estuche. La pondría en un sitio donde nadie pudiese alcanzarla, porque ya tuve una mala experiencia con un pequeño mocoso mimado que casi lo estropea todo. Nunca más.
En cuanto los primeros invitados atravesaron la verja de entrada, escondí en un lugar remoto de mi cerebro todo lo que no fuese esencial para el desarrollo de la ceremonia para la que me habían contratado. Mi afable sonrisa profesional se quedó anclada en mi cara para darles la bienvenida, y no desaparecería hasta que el último de ellos desapareciera. O al menos eso pensaba, porque antes de que la ceremonia terminase, la persona que más escozor me provocaba apareció en mi puerta.
—Una lástima que tenga que llevármelos, pero claro, la que consiguió la reserva para la Maison du Pascal fui yo. —Y así es como pasó de mí para ir a recoger a mis clientes, que ahora serían los suyos. ¿Odiarla? Como si fuera una gastroenteritis; no solo maldecía cuando la sentía cerca, sino que me daban ganas de vomitar.
Aquella mantis religiosa avanzó por mi jardín como si le perteneciera, recordándome la última oferta que tuvo el descaro de hacerme. Y no, no era que uniéramos nuestros negocios para competir con los grandes. No, aquella bruja me había ofrecido una suma ridícula por comprarme el château. ¿De verdad pensaba que yo iba a vender? Primero, era de mi familia, lo compró mi bisabuelo como en el siglo pasado, y no iba a deshacerme de su legado. Y segundo, había dado a mi familia muchos más dividendos económicos de lo que esa idiota estaba dispuesta a pagarme, y los seguiría dando. El château era mucho mejor que un plan de jubilación. Y tercero, solo había una cosa peor que rendirme y vender a esa arpía, y era convertirme en su socia. ¡Egh!, mejor no pensaba en esas cosas.
Mientras se acercaba a los padres de la novia, para agasajarles con esa falsa calidez, pude apreciar que mi cuidado césped casi la hace la zancadilla. ¿En serio pensaba que llevar esos finos tacones en tierra le iba a resultar fácil? Se clavarían hasta la mitad en un parpadeo. No solo perdería el equilibro, sino que tendría que luchar con la tierra para recuperarlos. Y además acabarían sucios. Solo por eso merecía la pena verla aquí. La princesita de algodón de azúcar ya no lucía tan perfecta.
La idiota pensó que se hacía cargo al seguir a la comitiva hacia los vehículos que esperaban a la salida para llevarlos al restaurante. Como si todo el evento hubiese sido coordinado por sus manos. ¿De verdad podía trabajar con aquellas uñas kilométricas? Una cosa era ser elegante y moderna, y otra cosa era llevar esa extravagancia encima. Aunque claro, se creía un artista, y ya se sabe lo que dicen de los artistas, son unos excéntricos.
—Bueno, Gabri. Ha quedado precioso, te mereces un par de chupitos por esto. —Y la idiota me insultaba llamándome borracha. ¡Estúpida! Esa insoportable además insistía en llamarme Gabri, porque decía que Gabi estaba mal dicho, que el diminutivo de Gabriela tenía que ser Gabri. Lecciones a mí de como me tenía que llamar. Es que me ponía de los nervios.
—Prefiero el chardonnay. —A ver si se enteraba que podía ser tanto o más refinada de lo que ella se creía.
—Ya, bueno. No bebas mucho, no vayan a pensar que es un sustituto del sexo. —Inculta.
—Eso se dice de la comida, aunque todo el mundo piensa en el chocolate. —Ella manoteó al aire mientras se comía con la mirada a un par de hombres vestidos de esmoquin que pasaban por nuestro lado.
—Ya, bonita. Tu come lo que quieras, yo voy a cenarme a uno de los padrinos. —Y la muy zorra se largó de allí como si eso fuese el gran triunfo. Ella era de las que tenía que quedar por encima; la más elegante, la más refinada, la más hermosa, y la que mejores amantes conseguía. Si yo le contara lo que había cenado la noche anterior…
Pero soy una mujer más elegante que ella, no iba a rebajarme a contarle mis correrías sexuales a esa idiota devora hombres. Es fácil ligar con un tipo en una boda, a media noche ya tienen tanto alcohol encima que cualquier mujer les parece guapa, incluso esa estirada de garras afiladas.
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