Estuvieron buscándome por casi dos horas, hasta que al final se dieron por vencidos y asumieron que me había escapado de su cerco. No lo hice, tan solo me escondí muy bien, y esperé a que el último retén se alejara. Dormir bajo los pilares del muelle no era precisamente cómodo, y mucho menos si tenías la ropa mojada, pero había pasado por situaciones peores.
Antes de que las luces del amanecer tocaran la ciudad, yo ya estaba en camino. Había gente que se me quedaba mirando, pero en cuanto llegué a la zona baja, dejaron de prestarme atención. Ir dejando a mi paso un camino de huellas mojadas no era lo más raro que habían visto. Mi primera parada fue uno de esos lugares donde metes tu ropa en unas lavadoras enormes, metes unas monedas, y en menos de una hora tienes la colada limpia y seca. Eso sí, si meten detergente junto con ella. Algo sencillo cuando el dueño del paquete de jabón se ha quedado dormido en su silla.
Lo que no había podido salvar era el libro que me había acompañado durante todo el viaje de Alaska a Los Ángeles. Ni siquiera las normas de tráfico eran inmunes al agua del mar. Si, mi libro de cabecera era el que todo americano que quería sacarse el carnet de conducir debía aprenderse. ¿Qué por qué tenía yo ese libro?, evidente, ¿no? ¿Que por qué quería presentarme al examen de conducir?, porque así tendría una identificación que presentar. Primero conseguiría mi partida de nacimiento, haría el examen, y cuando lo aprobase estaría identificado con un documento auténtico.
Entrar en el país de forma ilegal y con un documento que no era mío era una cosa, conseguir todos mis derechos como ciudadano norteamericano nacido en este país, era otra. ¿Por qué todo ese lío? Porque tenía un plan, una hoja de ruta que cumplir, y para ello tenía que hacer las cosas bien.
Primer paso, recuperar mi identidad. Segundo paso, regresar al lugar del que salí corriendo para cumplir con una promesa, bueno, con dos.
Cuando el pitido de la secadora avisó de que había terminado su ciclo, me levanté del asiento para abrir la puerta y sacar mi ropa de dentro. La tela estaba tan caliente, que no podía esperar para ponérmela. Tenía el culo helado, consecuencia de llevar puesto todavía los calzoncillos mojados. Miré a mi alrededor para inspeccionar el lugar. El hombre del otro extremo había levantado la cabeza, pero cuando comprobó que no era su máquina la que había terminado, decidió echar otra cabezadita. Desde donde estaba no podía verme de cintura para abajo si estaba de pie, y sentado apenas asomaba la cabeza. Por eso aproveché, y con rapidez me quité el calzoncillo mojado y me puse el que acababa de sacar de la secadora, luego el pantalón y por último la camiseta.
Estaba a punto de ponerme los zapatos, unas maltratadas botas de trabajo, cuando tomé la primera decisión importante. Debía evitar gastar dinero en cosas que no fueran totalmente imprescindibles, pero parecer un chico americano de 19 años requería una serie de complementos que debía conseguir antes de ir a tráfico, como por ejemplo unos zapatos, un buen corte de pelo y un afeitado. Aquel pelo largo y revuelto y aquella barba de ermitaño solo eran una manera de sumarle años a mi persona. A fin de cuentas, en mi pasaporte ponía que era un hombre de 30 años, así que tenía que parecerlo.
Abrí la lata en la que había escondido parte de mi dinero durante el viaje, y saqué unos cuantos dólares. ¿Por qué una lata?, porque bien envuelta en la muda de recambio, podía mantener a salvo el contenido si el petate acababa cayendo al agua, como había sido el caso. Estar preparado para estas cosas fue lo que primero aprendí, y no me refiero a proteger mi dinero del agua. Nunca hay que llevar todo el dinero en el mismo paquete. Hay que repartirlo en bolsillos diferentes, y a ser posible casi todos ellos bien escondidos. En el bolsillo que vayas a usar con más frecuencia solo lleva lo que creas que vas a gastar en el día. Así, si un ladronzuelo te roba, no te dejará sin blanca.
Primera parada; una barbería. Cuando el tipo terminó su trabajo, encontré en el espejo la imagen que hacía meses que no veía. No es que antes me preocupara mucho mi aspecto, pero aprendí que la imagen que muestras de ti mismo ha de ir en concordancia con lo que quieres que la gente piense de ti. Llevar unos jeans, una camiseta de algodón, una chaqueta de marinero, gorro y botas de trabajo, si lo acompañabas con pelo descuidado y barba, conseguías encajar entre los pescadores de Alaska. No llamar la atención era la mejor manera de que nadie se fijara en ti.
Segunda parada; una tienda de ropa. Los pantalones podían pasar, inclusa la camiseta, pero necesitaba una camisa y tal vez una cazadora más acorde con mi edad. Cuando entré en el establecimiento no me dirigí hacia la vendedora más joven, sino hacia la de más edad. ¿Por qué?, porque la joven me vestiría para resaltar mi atractivo, y yo no quería eso. En cambio, la más madura, buscaría darme una imagen más formal. No quería parecer el chico guapo, sino el chico bueno que hace todo lo que le dice su mamá. Estoy muy lejos de ser un ángel, pero parecerlo me hará las cosas más fáciles.
Tercera parada; una zapatería. Necesitaba algo no solo más cómodo, sino que no llamara la atención en un clima como el de Los Ángeles. Unas botas de trabajo estaban bien si no salías del puerto, pero fuera de él llamarían demasiado la atención.
Cuando mi atuendo estuvo listo, me deshice de aquello que me estorbaba y me puse en marcha hacia mi primer objetivo.
—Bueno días, necesito una partida de nacimiento. – Entregué el impreso oficial cumplimentado y la tasa que correspondía. La mujer me miró y torció la cabeza.
—¿Para qué necesitas la partida de nacimiento?
—Quiero sacarme el carné de conducir. – Ella entrecerró los ojos. Sabía que pensaba que era un poco mayor para conseguirlo por primera vez, pero no dijo nada. Cuando salí de allí, llevaba mi certificado en la mano.
Siguiente paso, tráfico. El examen no fue muy complicado, supongo que porque me sabía el libro con puntos y comas. Es lo que tienen las largas travesías marítimas y la motivación. Superé también el práctico, como para no hacerlo, llevaba conduciendo desde hacía tres años. Solo tuve que adaptarme a las normas estatales, y no saltarme ninguna señal. De donde venía, las normas de tráfico eran más una sugerencia que una ley. Así todo, cuando conduces a tres veces la velocidad permitida, zigzagueando entre el tráfico, mientras te persigue un coche con tipos disparándote en su interior, como que las señales de tráfico son algo secundario.
Cuando conseguí mi identificación, mi segundo paso fue ir a la estación de autobuses, comprar un billete para Las Vegas y conseguir algo de comer para el viaje. Con un puñado de barritas de chocolate en el petate, una botella de agua y el estómago lleno, me senté en la terminal una parada antes de la que me correspondía. No había que dar pistas sobre el lugar al que me dirigía.
Estaba observando como mi autobús llegaba a la terminal, cuando vi como un par de hombres se acercaban desde mi izquierda. Estaban enseñando una fotografía o un dibujo a la gente, mientras inspeccionaban a los pasajeros y sus equipajes, aunque lo hacían de una manera poco discreta, no pretendían crear un revuelo. Reconocí al uno de los tipos, su compañero gritaba policía especial a la legua. Era el tipo que me recogió en el barco. Podía estar oscuro, podía llevar otra ropa, pero esa cara la tenía demasiado fresca en mi memoria como para haberla olvidado.
Sus ojos recelosos se quedaron clavados en mi petate, y me maldije por ello. Tenía que haber cambiado de equipaje, tal vez una maleta, pero no lo había hecho porque era mucho más manejable. Pero era demasiado tarde para hacer algo, así que apreté el culo esperé. Era la hora de ver si el resto de mi trabajo había servido para algo.
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